18 de diciembre de 2014

La soledad

Por momentos todos los niveles del tiempo, el vivido, el imaginado, el soñado parecen confluir en un breve instante, fragmentos de un segundo, en el que hay que dar una respuesta precisa y también eficaz. Como si todo se viviese, se trabajase, se reflexionase para saber estar en esa milésima de segundo. Como una vida de trabajo, de entrenamiento, para saber ejecutar un solo golpe certero. Uno, no varios (recuerdo el inicio de la película de Zatoichi). Vivir, pensar, sentir, escuchar para saber estar a la altura de ese instante (cuyo listón, además, situa cada uno).

Si llegado ese instante uno no está, de puertas afuera la diferencia será pequeña, incluso inapreciable para el gran público (o para algunos cercanos). Pero hacia dentro la diferencia puede ser un verdadero abismo. A veces ese instante nunca llega. Entonces, habrá quien argumente: ¿tanto, durante tanto tiempo, para tan poco? Un paso más allá está el conocido qué más da. (Pero también podría ser que ese instante, la punta de la flecha, llegue todos los días).

Esa experiencia, la de la precisión en las líneas de una piedra diminuta a partir de la forma de una montaña, está (creo) directamente relacionada con la soledad. Porque es la experiencia de asumir que nadie más puede hacer algo por nosotros. Por eso siempre vivimos solos. La soledad es la regla. Nadie puede vivir por nosotros, ni morir por nosotros, ni sufrir o amar por nosotros, escribe Comte-Sponville. La soledad es identificar, admirar, cuidar toda la montaña, porque ella sola dejará a la vista unas maravillosas piedras diminutas (o no tan maravillosas, pero muy reales).

Y, como dice Comte-Sponville, esta soledad nada tiene que ver con el aislamiento. Es algo mucho más rico, profundo, difícil de encontrar. Escuché en una conversación que Comte-Sponville era un cenizo (imagino que por su concepto de desesperanza). Merecería la pena acercarse a ver la forma de una montaña en alguien que hace esa apreciación. Me gustaría ver si en ella se aprecia el paso del tiempo, la forma orgánica, redondeada de la tierra, la huella de los fósiles, el paso de los animales. O si todo lo que hay en ella, es, tal vez, la falta de soledad. La fealdad de no poder convivir con uno mismo.

La vida va en serio, escribió Gil de Biedma hace años (y creo recordar que ya he copiado aquí). He intentado no olvidar nunca esos versos.

A veces, habría que sentarse en el camino, cerrar los ojos y descansar en un paraje cualquiera, no especialmente bello. Por el puro placer de detenerse. Y, si alguien interrumpe ese descanso, salvo si es un niño, desenvainar con rapidez y precisión la espada y ejecutar el movimiento para el que uno se ha entrenado toda la vida. A veces ese filo también debería de poder segar las palabras, las dichas y en ocasiones las nunca pronunciadas.