31 de diciembre de 2014

Dime

Aunque en verdad no puedo imaginar qué; la realidad se ha colocado
por sí misma con tal solidez ante mí
que hay poca necesidad de misterio... excepto en nosotros, en cómo
tomamos el mundo
y lo ensanchamos, más de lo que somos, más incluso de lo que es.

Anoto el final de un poema de C.K. Williams.
Y al instante me vienen las ganas de preguntarte cómo se hace eso, cómo ensanchamos el mundo más de lo que somos, más de lo que es la presencia y la duración de cada noche y cada día, cada uno de los lugares de la memoria y la certeza de la ausencia. Para asegurarnos que sabemos algo del aire que respiramos.

Dime como se hace, como hay que disponer la fuerza, las herramientas, la luz, para que algo del metal oscuro se desprenda de la pared y lo podamos sacar al exterior para, lo primero de todo, admirar su brillo y una frialdad que parece propia de lo salvaje.

Y luego charlar, hasta que se haga de noche, de todo eso. Y ensanchar el trabajo, el mineral, la roca, todo, durante días y noches interminables.

27 de diciembre de 2014

Una enorme e inolvidable lección

Había un espacio grande y vacío. Un sonido constante y sordo de fondo. El circuito de la calefacción se parecía al ruido sucio de una galaxia lejana. La ausencia que circulaba entre las sillas contrastaba con las estrellas dibujadas en los grandes ventanales. Nadie. Y había un peligro inminente, constante también, del que no se conseguía hablar. Había que esperar. No se podía hacer nada frente a aquel espacio que no alcanzaba su objetivo de ser cercano. Allá abajo, tras los cristales, alguien se afanaba en sus cosas hasta transformarse en una mancha diminuta que cruzaba entre las estrellas y luego desaparecia. Y en ese lugar, recibí una de las mayores lecciones de dignidad y de atención, una enorme e inolvidable lección de agradecimiento a pesar del silencio sucio que suele producir el miedo. Una lección que solo se puede ofrecer cuando lo único que se pretende es vivir. Una enseñanza que se puede apreciar si es observada desde muy cerca: el ejemplo del combate leal y sin dramatismos. Una estrella callada viajando hacia su galaxia. A través de todos los sonidos, de todas las voces, porque todas son ella misma y en ellas aprende a reconocerse.

24 de diciembre de 2014

"Un ser viviente se dirige a otro ser viviente en el secreto de vivir"

Si se dejan de lado los intercambios puramente profesionales o administrativos, casi siempre se escribe acerca del amor, o por amor, se trate de amor pasión o de amistad, de familia o de vacaciones, sea profundo o superficial, leve o grave. Escribo para decirte que te amo, o que pienso en ti, que me alegro, sí, por ser tu contemporáneo, por habitar el mismo mundo, el mismo tiempo, por estar separado de ti sólo por el espacio y no por el corazón, no por el pensamiento, no por la muerte. Partir es morir un poco. Escribir es vivir más.
(Comte-Sponville)

La línea de la precisión, la que solo conoce el que la dibuja.
Al inicio, justo cuando hay muchas cosas en juego, cuando una pequeña diferencia apenas se nota, cuando en realidad uno apenas tiene noción de que esa desviación convierte cada paso en una separación de lo que no se ve pero existe. Y luego, más adelante, cuando ya se aprecia la distancia entre las dos huellas, entre los miles de restos, cuando se intenta mirar a ambos lados y solo se percibe el mar de fondo subiendo a la superficie. Lejos ya. Con toda la soledad inevitable y comenzando a rumiar cómo fue el inicio y cómo se instaló el espacio por entre las manos.

18 de diciembre de 2014

La soledad

Por momentos todos los niveles del tiempo, el vivido, el imaginado, el soñado parecen confluir en un breve instante, fragmentos de un segundo, en el que hay que dar una respuesta precisa y también eficaz. Como si todo se viviese, se trabajase, se reflexionase para saber estar en esa milésima de segundo. Como una vida de trabajo, de entrenamiento, para saber ejecutar un solo golpe certero. Uno, no varios (recuerdo el inicio de la película de Zatoichi). Vivir, pensar, sentir, escuchar para saber estar a la altura de ese instante (cuyo listón, además, situa cada uno).

Si llegado ese instante uno no está, de puertas afuera la diferencia será pequeña, incluso inapreciable para el gran público (o para algunos cercanos). Pero hacia dentro la diferencia puede ser un verdadero abismo. A veces ese instante nunca llega. Entonces, habrá quien argumente: ¿tanto, durante tanto tiempo, para tan poco? Un paso más allá está el conocido qué más da. (Pero también podría ser que ese instante, la punta de la flecha, llegue todos los días).

Esa experiencia, la de la precisión en las líneas de una piedra diminuta a partir de la forma de una montaña, está (creo) directamente relacionada con la soledad. Porque es la experiencia de asumir que nadie más puede hacer algo por nosotros. Por eso siempre vivimos solos. La soledad es la regla. Nadie puede vivir por nosotros, ni morir por nosotros, ni sufrir o amar por nosotros, escribe Comte-Sponville. La soledad es identificar, admirar, cuidar toda la montaña, porque ella sola dejará a la vista unas maravillosas piedras diminutas (o no tan maravillosas, pero muy reales).

Y, como dice Comte-Sponville, esta soledad nada tiene que ver con el aislamiento. Es algo mucho más rico, profundo, difícil de encontrar. Escuché en una conversación que Comte-Sponville era un cenizo (imagino que por su concepto de desesperanza). Merecería la pena acercarse a ver la forma de una montaña en alguien que hace esa apreciación. Me gustaría ver si en ella se aprecia el paso del tiempo, la forma orgánica, redondeada de la tierra, la huella de los fósiles, el paso de los animales. O si todo lo que hay en ella, es, tal vez, la falta de soledad. La fealdad de no poder convivir con uno mismo.

La vida va en serio, escribió Gil de Biedma hace años (y creo recordar que ya he copiado aquí). He intentado no olvidar nunca esos versos.

A veces, habría que sentarse en el camino, cerrar los ojos y descansar en un paraje cualquiera, no especialmente bello. Por el puro placer de detenerse. Y, si alguien interrumpe ese descanso, salvo si es un niño, desenvainar con rapidez y precisión la espada y ejecutar el movimiento para el que uno se ha entrenado toda la vida. A veces ese filo también debería de poder segar las palabras, las dichas y en ocasiones las nunca pronunciadas.

16 de diciembre de 2014

Otra vez

No se espera más que lo que no depende de nosotros y no se quiere más que lo que sí depende de nosotros. Trata de tener la esperanza de caminar... ¡Eso jamás ha hecho que nadie se moviera! Por lo demás, ¿quién habría de tener la esperanza de caminar excepto el paralítico? Nadie espera aquello de lo que sabe que es capaz, y eso dice mucho al respecto sobre la esperanza. "No es más que impotencia del alma", decía Spinoza, y ése era el espíritu del estoicismo, espíritu aún vivo. "Cuando hayas desaprendido a esperar -venía a decir Séneca- , yo te enseñaré a querer..." Y es cierto que ambas cosas van juntas: se espera tanto más cuanto menos capaz se es de ación, y se espera tanto menos cuanto más se sabe actuar.

La pequeña botella de Sake se terminó. Leo a Comte-Sponville y copio aquí este fragmento.

6 de diciembre de 2014


4 de diciembre de 2014

Fértiles, desérticas

Vino hasta mi de manera imprevista. Llegó y lo atravesó todo. Unos segundos después no consigo recordar casi nada. Solo que dijo algo con palabras que no logré comprender, imposibles de entender en realidad. Otra lengua, un idioma que no es de ningún país. Me rozó y desapareció. Dentro, cerca del agujero por el que el nervio se comunica con lo que está fuera. El bosque. Un buen lugar para hacer un nido, pensé. Tal vez algún día, dijo. Todo sonidos difíciles de conectar. Ahora, es posible que sepa algo más. La memoria.

De pronto: no es la primera vez. Algo de esto ya lo he conocido. Por ejemplo, una mañana, mientras desayunábamos apenas separados de la niebla, todo lo que podía emitir calor estaba encendido, aún casi dormidos, la vida por delante, escuché su voz al fondo del pasillo, antes de ver a quien pertenecía.

Lo que no pertenece a ningún país se reconoce bastante rápido. Es de una tierra extranjera, cercana, son las tierras altas o las que mezclan el río con el mar, las que juegan a un sutil intercambio de sal y pasan de tierras fértiles a desérticas, tal vez en unas horas.

Lo guardo casi todo. También esto. Los papeles que indican las rutas por las que tal vez se podría regresar. La memoria. Sin presente.

El intercambio de la sal.

1 de diciembre de 2014

Danzando en la penumbra

Naoko tomó asiento a mi lado y apoyó su cuerpo contra el mío. Al rodearla con mi brazo, reclinó la cabeza en mi hombro y rozó mi cuello con la punta de su nariz. Permaneció inmóvil en esta posición como si estuviera tomándome la temperatura. Abrazado a Naoko, sentí cómo se me caldeaba el corazón. Poco después, se levantó sin decir palabra, abrió la puerta y se marchó tan sigilosamente como había llegado. Al poco me adormilé en el sofá. Arropado por la presencia de Naoko, caí en un sueño mucho más profundo que los que había tenido en años. En la cocina estaba la vajilla que usaba Naoko; en el baño, el cepillo de dientes que usaba Naoko; en el dormitorio, la cama donde dormía Naoko. En aquella casa impregnada de su presencia, dormí profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada en cada una de mis células. Soñé que era una mariposa danzando en la penumbra.

Tokio blues, Haruki Murakamik

29 de noviembre de 2014

No encontré

Años más tarde, ya en aquel lugar a donde acudía a visitarlo al menos una vez al año, le escuché una frase, palabra tras palabra y sin aparente conexión con el silencio que guardábamos, que no quiero olvidar:

Sentado en la orilla, frente a aquel río. Esperando. Vi ascender despacio, muy despacio, la tristeza con la forma de la niebla.

Pienso en cuando la pronunciabas. Tú hablabas, yo te miraba. Todo estaba entregado a una acción que no tenía opciones. Hay palabras, las mismas, que a veces acompañan y a veces destruyen, es pequeña la separación. Anoto unos versos de William Carlos Williams que encontré en el periódico:

no encontré ninguna cura
más que esta flor torcida

15 de noviembre de 2014


Entregarse

Agradecimiento: leí La broma, de Milan Kundera porque alguien a quien aprecio lo recomendó.

En el interior de una especie de casualidad, que como otras que aparecen y luego parecen perderse tras dejar señalado un rastro, reconocí la ilustración de la portada: el fresco de La tumba del nadador, descubierto en Paestum, Italia.

(Desde allí te envié una carta con esa preciosa imagen, junto a muchas palabras, hace veinticuatro años).

La historia de Ludvik y Lucie. También la de Jaroslav, Helena y uno de mis preferidos: Kostka. Todos son desconocidos para todos. Ciegos, en gran parte, por ver al otro solo a través de sus propios intereses; y mientras tanto el otro se desvanece, se extravía, se confunde con el ruido de fondo. Con la crueldad de un régimen brutal (la Checoslovaquia de 1967, u otros países no demasiado lejanos) que transforma una broma en todo un destino. Alguien que, con uñas y dientes, intenta conducir su pasado y, con una torpeza que reconozco, lanza piedras contra ese pasado.

Todos, en su desconocimiento, engañan y se engañan. Y cada uno es iluminado en sus razones por la mirada del otro. Y redimido gracias a esa luz que no es suya. Y, un poco después, la necesidad de rechazar la reconciliación, la imposibilidad de aceptar al otro cuando ha cambiado y toda una lucidez sobre ese proceso que aún lo hace más hiriente.

El resultado son mundos devastados en los que crece un amor que apenas se puede nombrar porque enseguida se malogra. Y por debajo de todo ello está la inocencia, pisada, golpeada por la culpa.

Y a través de los años, entre los paisajes quemados y el hogar incendiado, comprobar si se conserva algo de la capacidad para cuidar, acompañar y llorar mientras se sostiene en brazos a quien se quiere y a quien aún quiere vivir.

Paestum está en la zona de Nápoles, no lejos de Ercolano o de Pompeya. Para llegar cogí un autobús en la Plaza de la Concordia, en Salerno. El Vesuvio domina la zona. La costa es preciosa: Sorrento, Amalfi, Salerno. Creo que fue en Sorrento donde, aguardando un barco, me encontré con Julio Caro Baroja. No me atreví a dirigirle la palabra a pesar de mi admiración. Lo observé desde la cercanía. Años más tarde quise ir a Itzea, en Navarra, a conocer el caserón de los Baroja.

La tumba del nadador es una de las imágenes más cautivadoras que conozco. Y una de las que me acompaña desde hace más tiempo. Un hombre, en un gesto ágil, decidido y hermoso se lanza al agua. Hay árboles y columnas y el ocre del verano, de la costa calmada. Cruzando el vacío, el cuerpo del nadador, que aún solo es un hombre cruzando el vacío, parece a la vez la flecha y el arco. Kostka dice: Comprendí que el hombre no tiene nada que perder.

Un hombre que va por la orilla del mar agitando enloquecidamente con el brazo extendido un farol puede ser un loco. Pero si es de noche y entre las olas hay una barca perdida, ese mismo hombre es un salvador. La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace malo (sigue diciendo Kostka).

Cerca de La tumba del nadador, luego de hacer un pequeño croquis sobre la distribución de los frescos en la cámara mortuoria, anoté un verso de Rilke:

Somos las abejas de lo invisible.

12 de noviembre de 2014

La sentencia, el temblor

Lo que permanece:
el temblor.

Poner las manos en los hombros y sentir el estremecimiento. Lo que nos estremece, aquello que nos conmueve, lo que nos moviliza, todo lo que nos permite sobrevivir en el desierto, cerca y lejos de todos, es el temblor.

Pasaron semanas y meses.
Una voz sepultó a otra voz, con violencia. La misma violencia que surge del no hacer y del no decir. Entonces surgió otro pequeño movimiento, apenas perceptible, que quedó absorbido por una sacudida mayor que lo condenó a algo que se parecería al olvido, pero que no lo es. Más tarde, casi todos los días, las palabras comenzaron a juntarse y, casi al mismo tiempo, el silencio las condenó a desaparecer de manera más o menos anónima. Algunas veces, pocas, otro se acercó y tapó con sus dos manos el trocito de ventana desde donde se veía el prado, las montañas más allá, casi la nieve. Y con la razón de su parte, el paisaje se perdió y no había nada que decir. Así, de una manera o de otra, un día tras otro. Si daba la sensación de que algo terminaba, entonces surgía la sensación de que algo volvía a comenzar. Dijo que se parecía a correr sin moverse del sitio.

A esos días los acompañaron, les dieron forma, luces y personas, libros, imágenes, el silencio y el griterio, las protestas, la luz de la cueva. E igual que todas las otras secuencias, cada uno de los integrantes hacía desaparecer al otro, en una lucha encarnizada a vida o muerte. Y cada vez que alguien o algo sobrevivía otro moría. Dijo: hagas lo que hagas vivirás la pérdida.

El temblor.

La unión que existe entre lo que vive y lo que desaparece, entre los tejidos vivos y los que llevan tiempo pudriéndose, una especie de grapa destinada a que la experiencia no se base en partir por la mitad y en vivir la separación de uno mismo como algo que no ofrece una tregua propia de las personas.

Es propio de las personas la tregua, al menos para recoger a los muertos se podría decir. Para sentir algo de la luz que sobrevive tras el humo de las explosiones.

El temblor es, por ejemplo, imaginar a Lucie en La broma, de Milan Kundera, apoyada sobre la valla de ese campo militar donde Ludvik hace una especie de instrucción absurda y dolorosa destinada a los castigados por cualquier régimen. Ella, una mujer joven y menuda, silenciosa, acude con su lealtad y su voz hacia dentro a aquel encuentro porque él no puede salir de aquella especie de campo de concentración. Acude con la ropa que ambos han comprado juntos, con la que se han reído (lo poco que se han reído en aquel invierno).

A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí; volví a estar habitado; de repente la habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella.

El temblor es no poder leer la historia sin sentir una sacudida en los hombros, a través de las manos. Y el temblor también es el diálogo de Ludvik consigo mismo, callado, cuando lleno de frustración aleja a aquel ser liviano y constante, y mientras lo está haciendo, ya siente su pérdida.

Más o menos así es la lluvia cuando no ofrece tregua, es decir, cuando cada gota condena y absuelve hasta que la siguiente en llegar reproduce el juicio y la que viene detrás ya ha pronunciado su sentencia, borrada por la que ya está a punto de caer.

17 de octubre de 2014

Lo que mejor nos aniquila

Un día sin luz en el mes de marzo.
Cuando llegó la noche, luego del trabajo, encontré en el periódico (ya casi caducado) una preciosa columna de la escritora Leila Guerreiro que actuó como un bálsamo natural: en algún lugar del planeta había seres que reían, guerreaban y sufrían por cosas necesarias, invisibles, y de apariencia, por momentos, estúpida.

No consigo encontrar aquel pequeño texto. Creo recordar que lo guardé pero no aparece.

Un día sin luz en el mes octubre.
Camino atento a los escaparates porque me fjo como sobreviven en ellos (como pueden) un montón de animales. Hoy, por ejemplo, encontré un rinoceronte intentando empapar de vida un cuerpo blanco de escayola.

Cuando termino lo que me había llevado a la calle entro en un café. Mientras me lo sirven echo un vistazo al periódico. Y allí, en la misma sección que en el mes de marzo, la misma escritora extendía de pronto otro bálsamo. Sentado junto a una ventana, leí entre sus palabras (difíciles) el aroma de cuando la salud regresa al cuerpo, algo parecido al olor del romero sobre la piel.

Este es el final de su artículo:

Leí un poema de Louise Glück -
"desde el principio,
desde niña, creí
que el dolor quería decir
que no me amaban.
Que amaba, quería decir" -,
y me pregunté con cuánta vida se pagan esos golpes que no dejan marcas ni los huesos rotos. Cuánto habría que vivir -y cuanto coraje sería necesario- para entender que lo que más amamos, y lo que más nos ama, es, también, lo que mejor nos aniquila.

12 de octubre de 2014

La revolución es prestar atención

En una de las películas de Krzysztof Kieslowski, Azul, y luego de un terrible accidente en el que Julie ha perdido a su marido y su hija, ésta encuentra a una de las mujeres que trabajan en la casa llorando en la cocina, al poco de regresar tras una larga convalecencia en el hospital.
- ¿Por qué llora, Marie?, le pregunta
- Por que usted no llora, le responde

He dedicado algo más de una semana a ver las diez piezas de Kieslowski que componen su Decálogo. Diez películas de una hora de duración y construidas a partir de los diez mandamientos, a película por mandamiento.

Creo que nunca he visto nada igual.

No recuerdo una obra de semejante plenitud, sin contemplaciones y con un ritmo y una profundización mantenida, sostenida, a lo largo de tanto tiempo. Seiscientos minutos en contacto con la médula: una estructura tan leve y frágil que es invisible, al tiempo que es capaz de sostener todo el sistema de eso que se concreta en los días o en las emociones.

(Al terminar volví a ver su trilogía de los Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, que me volvió a emocionar, pero no es lo mismo).

Decálogo es Polonia. La luz del invierno. La ausencia de luz. Los dilemas morales, la ética. La dificultad de la elección. El azar y todo lo que parece necesario. Es el mundo de las preguntas y el del acogimiento a quien lucha por ofrecer su respuesta . También el que se encarga de echar otra luz sobre el tenebrismo de los diez mandamientos.

Cuándo nos acercamos a esos umbrales críticos, ¿nos hacemos pequeños o grandes?, ¿nos diluimos o tomamos forma? En realidad, ¿construimos algo o la tarea consiste en dejarse construir, en dejarse atravesar? ¿Qué hacer cuándo llega la dificultad?, ¿se puede mirar hacia otro lado?, ¿a qué hay que estar atento?

Un mismo hombre cruza todos los capítulos. Su única misión es, durante unos pocos segundos, observar lo que acontece. Mira con atención y no se pronuncia. Ni ayuda, y cómo se agradece eso, ni condena. (Lo mismo ocurre con su posterior Tres colores, hasta que en la última, Rojo, solo se salvan del naufragio aquellos que han cruzado las tres historias. Y...el azar: cuando Karol Karol necesita comprar un vodka rechaza el que le ofrecen para pedir el mejor. Y entonces se lleva una botella... de Wyborowa).

Dediqué un día a cada capítulo (salvo alguno que no pude resistirlo y tuve que ver dos). Decálogo es una gigantesca serie sobre la atención, sobre dónde ponerla y sobre cómo ejecutarla (la mayor de las revoluciones sería prestar atención, prestarnos atención también). Porque la atención va unida al miedo: no prestamos atención, muchas veces, por miedo; por esa sensación paralizante que nos lleva, con rapidez, a la distracción, que es una forma intuitiva de desviar la mirada, de no permitir la concentración, de alejarnos.

Hacia el final de esa semana dedicada a Kieslowski pude escuchar a un cineasta canadiense que hasta entonces no conocía: Mike Hoolboom. Comenzó hablando sobre una vida basada en preguntas, sobre cómo era la única manera que ya (ya) le interesaba, y sobre cómo la alternativa consistía en vivir encerrado en la burbuja de las respuestas, aislado en la certeza, separado y lejos de lo que nos rodea. Dijo que solo a partir de las preguntas y de la fragilidad de no disponer de respuestas podía pensar en una película.

Volví a recordar aquel diálogo:
- ¿Por qué llora, Marie?
- Por que usted no llora

24 de agosto de 2014

Los supervivientes

El veintinueve de noviembre de 2006 El País publicó una larga entrevista con Michael Schumacher, siete veces campeón del mundo de Fórmula 1 y piloto legendario, con motivo de su retirada de las carreras (luego regresó a la competición).

El titular era: Ya no he de enfrentarme a mí mismo.
(La frase literal que luego aparece entre sus respuestas es: Ya no tengo que enfrentarme permanentemente a mí mismo por causa del deporte)

El veintinueve de diciembre de 2013, ya retirado definitivamente, Schumacher sufrió un grave accidente mientras esquiaba, entró en coma y los médicos dijeron que sufría graves lesiones cerebrales.

Cinco meses más tarde salió del coma y abandonó el hospital para ingresar en una clínica de rehabilitación. Desde entonces apenas se sabe nada sobre su evolución.

Recuerdo todo esto a partir de una entrevista en la que nada hacía presagiar lo que vendría después. Conservé el recorte de periódico, junto a muchos otros, en cajas que hace poco he vuelto a abrir.

Lo hago mientras leo Un antropólogo en Marte, de Oliver Sacks; y tras ver la película Despertares, basada en uno de sus libros. Un neurólogo que también es un excelente escritor y que es capaz de vibrar junto a personas muy concretas mientras intenta comprender algo de su experiencia cuando permanecen aislados del mundo por alguna enfermedad cerebral.

Una de las mayores ilusiones es pensar que se puede, y de alguna manera se debe, avanzar y progresar, ir siempre hacia delante (es el efecto trinquete, propio de los progresos científicos). Pero la vida en general, también el arte, poco tienen que ver con esto. En ellos la idea de progresión es mucho más relativa y suele tener una forma de círculo más que de línea recta.

Giramos y es posible (ojalá) que pasemos sobre el mismo punto a distinta altura cada vez. O a distinta profundidad. Uno de los poemas más representativos de Seamus Heaney se titula Cavar y habla de la manera que su padre tenía de trabajar la tierra y de como él intenta hacer lo mismo aunque con otros medios: Digging.

Lo que ocurre es que tampoco está claro que la dirección de esas líneas circulares sea siempre la misma: tal vez se parece más a un evolucionar en diferentes sentidos, lo que alguien podría llamar hacia delante y hacia atrás, sin que uno u otro sentido tengan connotaciones positivas o negativas.

A veces Cavar es querer ir hacia atrás con tenacidad y dificultad (puede resultar hasta peligroso). Y en ocasiones se podría aprender tanto releyendo como leyendo lo último publicado. E igual puede que ocurra con la lectura de nuestra cotidianeidad, de nuestra vida diaria.

Ya que estamos situados en algún umbral, invisible, dejarnos caer hacia atrás o hacia delante es solo un pequeño paso para acceder a otro umbral. Y puede que así sucesivamente, muy a pesar de la memoria: la gran fábrica de la imaginación.

Ojalá Schumacher salga adelante.

Ya sea en las personas, las plantas o los elementos me gustan los supervivientes
(se lo escucho a Oliver Sacks)

23 de agosto de 2014



















Comencé a pensar qué me había querido decir. Pasaron las horas, me apeteció volver al cuaderno, intentar decir algo sobre aquello que me salvaba. En cada día y a cada segundo.

23 de julio de 2014

El silencio de la fuente

Dejarse atravesar.
La luz blanca, todo dentro de ella.

Leo lo que anoté hace algo más de un año:
"¡Así no es posible ser un ermitaño", exclamaba algunos días, harto de que, por encima de la urgencia de mis proyectos personales terminase siempre viviendo al ritmo de mis vecinos y de sus necesidades. Ahora pienso que ser ermitaño consiste en querer ser ermitaño, al igual que ser creyente no es en el fondo otra cosa que querer creer. No hay acción que no encuentre dificultades, y ello porque para vivir un oficio, cualquiera -también el de creer- hay que atravesar su imposibilidad.

La vida espiritual es, en último término, la confección y puesta en marcha de una disciplina, la verificación de su imposibilidad, la necesidad de construir otra, su nuevo derrumbamiento y, en fin, una nueva construcción, nunca definitiva.

Fragmentos de El olvido de sí, de Pablo d'Ors.


El silencio de la fuente.

21 de julio de 2014

Dime que traes en los ojos

Fuera croan las ranas.

En una carretera más que secundaria recojo la cuenta de un café y veo un precioso árbol dibujado en el inicio del papel que acaba de imprimir la caja registradora. Debería ser un castaño porque el café se llama O Castañeiro, pero más bien parece un baobab, un árbol de Saint-Exupéry al que han querido dibujar frondoso y con castañas en su interior. Es un árbol de la infancia.

Que un café-restaurante dibuje un castaño como un baobab solo puede ocurrir aquí, en este local que regenta doña María Florinda (que además lo dice también esta fatura simplificada).

El interior está lleno de voces y es oscuro. Dan comidas pero todo el mundo ha terminado ya de comer. Fuera, un gran toldo verde protege las mesas rojas que son un regalo de quien le vende el grano de café. Pienso en Angola, en Un día más con vida de Kapuscinski. O Castañeiro parece un local africano.

Un buen café en este lugar cuesta cincuenta y cinco céntimos. Y si tú mismo llevas la pequeña taza lo puedes tomar bajo el toldo verde y sorberlo mientras, con mucho cuidado, no haces nada.

El diez de marzo de 1995, lejos, compré otro libro de Miguel Torga: Rúa. Y no he comenzado a leerlo hasta que no entré en el país de O Castañeiro. Y ahora avanzo por las páginas sin poder detenerme, sin querer hacerlo (y me fuerzo a dejar algo para mañana).

Tal vez haya ranas también. Incluso golondrinas y vencejos sorbiendo a bocaditos el agua de la piscina cuando ya no quedan bañistas. Veloces y precisos como siempre. Diecinueve años parece que necesitó la memoria (¿quien se lo cree?)

Ahora no puedo dejar de leer estos cuentos, todos tristes, todos melancólicos, todos cincelados en una roca, tallados como una arquitectura sin la más mínima floritura. Todo cierto. Nada fácil. Todo lo humano está aquí: una casa que podemos habitar.

Diecinueve años después leo el libro que compré porque tú te habías enamorado de sus Bichos, en especial de los que nacen de un estercolero (que es como lo dice Torga). Y yo no pude ya ni empezarlo. Y comenzó a rodar de caja en caja, ocupando los últimos lugares. Sin luz.

Dime que traes en los ojos (algo así pregunté).

Paraste a preguntar la dirección para ir a un pueblo que empezaba por P y un tipo que iba a trabajar en el campo te lo explicó con una delicadeza de buen dibujante, y luego te dio la mano arriesgándose a acercarla en solitario al cristal porque las tuyas solo estaban en el mapa.

En los ojos traes un viaje luminoso que, como siempre, te hace feliz a la vez que puede ser el último. Traes las tierras con olivos y el inicio de las dehesas, los árboles a los que se les quita la piel. Y la tierra, a veces gris y a veces un poco rojiza.

Un día más con vida para ver este baobab. Solo por eso puede que valga la pena observar el castaño lleno de puntos blancos que no son castañas sino joyas africanas aún sin tallar. Por eso brillan al mirarlas.

Por último
luego de las últimas formalidades contables y en el extremo contrario al baobab, la carta que venía con el café decía:

Volte sempre

15 de julio de 2014

¿Entonces qué?

Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?

Algo sobre el recuerdo, la presencia, la memoria, las imágenes que vienen con uno luego de atravesar un paisaje al que uno no sabría regresar, tal vez porque nunca existió.

Encuentro en una cita el pequeño relato de Coleridge y quiero anotarlo aquí. 

8 de julio de 2014











Uno de los finales. Dedidí empezar por uno de los finales.

El inicio

Tal vez yendo hacia atrás las cosas encuentren su sentido y pueda escribir algo sobre esas preguntas que me hiciste. Este podría ser un buen lugar, al menos las montañas seguirán allí.

Entonces, solo quería mirarlas

7 de julio de 2014

Luego de un viaje largo

Le dije que comprendía lo difícil que era volver la espalda a algo, alejarse sin envenenar el manantial. Y por primera vez en muchos meses giró la cabeza, un poco el cuerpo, y me miró. Clavó sus ojos como si acabase de escuchar lo que ya no aguardaba oir.

Los últimos días, solo a ratos parecía mantener el hilo de la conversación. Y cuando eso ocurría apenas pronunciaba un monosílabo.

Pero ahora, de pronto, parecía querer decir algo. Parecía haberse roto la fina capa que lo protegía y lo condenaba. Por aquel entonces, en un país del que ya sabía que no iba a salir, y sintiendo una voz que parecía adormecer sus sentidos, todo lo que fuera a decir tendría un sentido especial porque las ambiciones, incluso las esperanzas, se habían acabado. No habría viaje de vuelta.

Lo primero que dijo fue:
No hay esperanza

Y lo segundo fue:
Nos vamos a morir, tú también. Así que, ¿qué quieres hacer mientras tanto?, ¿por qué quieres hacerlo?, ¿haras daño a alguien?

Luego pronunció algunos sonidos que no conseguí entender. Parecía estar ascendiendo una montaña invisible y difícil. Yo tenía a mi lado un cuaderno para anotar lo que decía, pero esas líneas quedaron en blanco.

Algo después, continuó:
Si piensas en que desaparecerás, en tu muerte, en que puede no quedar nada de ti, lo que respondas a lo que te dije antes es quien lo decidirá todo. Hace tiempo creía otras cosas, tú conoces algo de lo que ambicioné, de lo que perseguí antes de que todo hubiese desaparecido. Estar aquí, fuera del mundo, frente a esta luz que siempre es invierno cambia algunas cosas. Pero tú aún tienes algo de tiempo, así que piensa bien desde donde caminas.

Al rato quiso volver a la cama. Sentí que había hecho un gran esfuerzo por seguir el hilo de aquellas palabras y por decírmelas luego de días casi en silencio. Acababa de enviar un mensaje a las profundidades que él había cavado con sus manos, con su cariño en otro tiempo.

Cuando regresé al hotel imaginé el fondo del mar, pensé en los diminutos cristales de hielo, en el encuentro de un río y el mar, en su voz cuando era joven y le gustaba ponerse una camisa blanca, en los bancos de madera debajo de los árboles frutales, en sus rodillas, en mis manos pequeñas. Pensé en el olor de su cara recién afeitada, en su pelo, en las pocas palabras que había y en lo que traían en su interior. Pensé en la despedida, en cuando todos lo buscábamos sabiendo que tardaríamos en dar con él. Y en que quería tener una respuesta para sus preguntas.

2 de junio de 2014

por más que te esfuerces

Es una idea difícil de expresar porque tiene muchas terminaciones nerviosas: algunas muy personales y otras más sociales.

El asunto es más o menos así: me aburren la mayoría de las manifestaciones artísticas, y sobre todo fotográficas, que parecen dirigir el panorama actual. Poco a poco están dejando de interesarme y se desvanecen (aunque me he desarrollado sobre todo en ese medio).

Por contra, cada vez me activa más el trabajo que busca la calidad en la vida de las personas anónimas (las que hacen funcionar el mundo probablemente), y ahí tienen un lugar destacado quienes se dedican a educar y compartir el conocimiento sobre la manera de funcionar de nuestra mente, nuestra manera de entendernos, de estar en el mundo y de comunicar nuestra perplejidad y nuestro miedo.

Y dicho esto ya siento que no está bien expresado y que no es exactamente así y que habría que matizarlo muchísimo... pero no lo voy a borrar.

Una buena parte del arte que veo (y en particular de la fotografía) parece estar hecha solo para un diálogo con otros artistas, galeristas y sobre todo comisarios. Un círculo que se cierra sobre si mismo. Básicamente un grupo de uniformados.

Alguien debería aprender de lo que ha ocurrido con buena parte de la música contemporánea (no toda, desde luego). El diálogo con ellos mismos, la coartada del dodecafonismo, la coartada y creo que malinterpretación del gran John Cage, ha llevado a círculos concéntricos que tienen cierta responsabilidad de que en las salas de conciertos se siga escuchando música de hace varios siglos (ya se que los programadores son seres conservadores, por lo general).

En fotografía, por ejemplo, la confusión frente a un lenguaje de apariencia sencilla pero de gran riqueza conceptual, al que se suma la transformación absoluta de los últimos tiempos, hace que el extravío sea muy profundo (solo una opinión). Hay personajes que que llevan media vida muriéndose y vendiendo libros sobre ese proceso (inacabable), mientras otras personas, muchas veces de manera anónima, intentan cada mañana recuperar para la vida a quien por una u otra razón se alejó de ella. Cada día, a cada hora, ese acto mágico se produce en miles de sitios y entre esos dos polos prefiero quedarme con el segundo (hasta puede que eso sea hoy la vanguardia).

Sobre el asunto de la ética, mejor ni hablar, porque un excelente compromiso artístico y social cae a los pies del primer grupo económico dispuesto a invertir en aquello que se denomina mi obra.

Admiro a Bukowski:
¿sabéis lo que dijo Li Po cuando le preguntaron si
preferiría ser
Artista o Rico?
"preferiría ser Rico", respondió, "pues los Artistas suelen
estar sentados a la puerta de los 
Ricos"
(a continuación aclara cómo él también ha estado sentado a la puerta de increíbles y caras mansiones)

Algunas ideas creo que ayudarían a encontrar la fuerza para decir que el rey está desnudo. Una de las antologías de poemas de Bukowski se titula en castellano Los placeres del condenado. Y Compte-Sponville dedica su pensamiento a analizar qué significa estar condenado y concluye que lo mejor que podemos hacer es destruir la esperanza, lo que nos aleja de lo que ocurre a la espera de tiempos mejores. Él habla de fumar el último cigarrillo que se le concede al condenado. Y fumarlo por el placer de hacerlo. Con esa sabiduría, sin otro teatro, porque el drama ya está en la base de toda la representación: Nos vamos a morir (es lo que me gustaría decirle a los uniformados).

Y, como esta entrada no parece de este blog, me gustaría dar un ejemplo de algo que me parece la proa de un rompehielos, algo parecido a las antiguas vanguardias pero de hoy día. Lo cuenta el documental Alive Inside: https://www.youtube.com/watch?v=5TGOZEtV5-c

Por lo demás, Bukowski dice algo importante en por más que te esfuerces:
no te precipites.
si existe la luz
ella misma dará
contigo.

28 de mayo de 2014

Entre los árboles

Denys Finch-Hatton no tenía otro hogar en África que la granja. Vivía en mi casa entre safaris y allí tenía sus libros y su gramófono. Cuando él volvía a la granja, ésta se ponía a hablar; hablaba como pueden hablar las plantaciones de café, cuando con los primeros aguaceros de la estación de las lluvias florecía, chorreando humedad, una nube de tiza. Cuando esperaba que Denys volviera y escuchaba su automóvil subiendo por el camino, escuchaba, al mismo tiempo, a las cosas de la granja diciendo lo que en verdad eran. Era feliz en la granja; venía sólo cuando quería venir, y ella percibía en él una cualidad que el resto del mundo no conocía, humildad. Siempre hizo lo que quiso, nunca hubo engaño en su boca.

Así comienza el capítulo que Karen Blixen le dedica.

Esta mañana leo una entrevista con Marina Abramovic. Nunca he sentido muy cercanas sus performance pero hoy he copiado una frase de esa conversación: Yo quiero morir sin miedo, consciente y sin rabia, porque veo que la gente se va con estas sensaciones dentro.

Por la noche, volviendo a casa, detrás de un gran cristal un buho está parado y observa fijamente la calle. No mueve los ojos, aparentemente claros, ni apenas el plumaje que por momentos brilla y se agita como las hojas de un álamo. Un ave preciosa que esta noche debería lanzar su voz y repetirla una y otra vez hasta que salga a cazar la estela de calor de algún animal. Pero no lo hará. Está muerto.

Volví al pensamiento de Marina Abramovic. El vuelo del buho sobre los grandes bosques. Toda una vida para poder marcharse sin miedo y sin rabia, consciente.

A través de los huecos que crecen entre los árboles.

27 de mayo de 2014

Su oscuridad y su resplandor

Leo Memorias de África de Isak Dinesen (Karen Blixen, y no sé cual de los dos nombres me gusta más), luego de casi terminar sus Cartas de África. Dos piezas importantes en la historia de una mujer que rebosa belleza y libertad, también soledad.

El libro avanza, las descripciones de África, la vida en la granja, el modo de vida de los nativos y las sorpresas de ese mundo desconocido, sus dificultades... pero todo da un giro en emoción, en intensidad, cuando comienza el capítulo dedicado a sus amigos: a las amistadas, hombres y mujeres, que la visitaban en su granja y con quienes vivió momentos de una gran felicidad.

No eran miles de amigos, apenas cita a cinco o seis personas y a cada una les dedica un espacio y su cuidado: su amistad inquebrantable y su humor. Gente con una luz interior, grandezza, una salvaje esperanza, así habla de ellos.  

Con la botella y la copa frente a él, el rostro tranquilo y radiante, un hombre gordo, en paz con el mundo y confiado en el diablo, con ese sello de limpieza que tienen sus discípulos con preferencia a los del Señor.

Ella deseando alejarse siempre de la granja y los amigos queriendo siempre recalar allí.

Esos amigos confluyen, poco a poco en dos personas: Berkeley Cole y Denys Finch-Hantton. Berkeley enamorado del mar, de la conversación, de la llegada a Ngong en su coche cargado de vino (no vivía lejos) y preparado para la conversación. Un tipo que convirtió mi casa en un lugar privilegiado, un cómodo rincón del mundo.

Cuando Berkeley desapareció una triste figura hizo su entrada en el escenario desde el lado oscuro: la dure nécessité maîtresse des hommes et des dieux. Era extraño que un hombre pequeño y delgado la hubiera mantenido a raya mientras tuvo aliento. Faltaba la levadura del pan de la tierra. Había desaparecido una presencia llena de gracia, de alegría y de libertad, un factor de potencia eléctrica. Un gato se había levantado y abandonado la habitación.

Por su parte, Isak Dinesen y Denys Finch-Hantton darían origen a la granja al pie de las colinas de Ngong que, a estas alturas, es posible que algunos (la mayoría) hayamos tenido (y perdido).

24 de mayo de 2014

Y saber de su voz

Algo

que existe ahí fuera y aquí dentro y que se suele llamar mundo: ese algo está sin hacer, existe para ser inventado, aunque todo parezca indicar lo contrario.

No existe con ninguna coherencia o sentido previo (solo deberíamos experimentar eso para poder cruzar la calle). Ahí y aquí existe algo que se parece a una masa informe, construida como una torre de chatarra en un desguace: apilando coches viejos, piezas inservibles, objetos abandonados (o, tal vez, como se superponen los brotes bajo el manto del bosque). Da igual, no existe para nosotros. Lleva una vida al margen. O todo lo contrario: está tan cerca de nosotros que su vida inconexa son nuestros días inconexos, uno sobre otro y en la parte más alta el gran letrero (luminoso si hay medios) con el nombre del desguace.

Como así no se puede vivir si uno ama la calidad, entonces el mundo hay que inventarlo.

Pero inventar es muy difícil y costoso.

Contra la invención están los datos: existen como si no se pudiesen contradecir. Muestran su contundencia, tu tozudez, su falta de brillo, también de valor. Pero ganan la mayor parte de los pulsos, poseen un biceps trabajado milímetro a milímetro y cuando estamos a punto de dar el brazo a torcer, entonces emiten una especie de grito de guerra y tras ese segundo de duda ya nos han vencido.

Estos días lo he estudiado: detrás de la tristeza, del abatimiento (en distintos grados e intensidades) se encuentra la incapacidad para volar sobre los datos, la incapacidad para leerlos sin un sesgo de acero que luego nos atraviesa. Y eso vivido como algo permanente, algo que va más allá de nuestras posibilidades, que existe a nuestro pesar. Un gran desguace sobre el que es fácil ponerse de acuerdo y hasta encontrar amigos.

Porque ofrece un lugar. Y eso, en determinados momentos, ya es mucho. Y nos quedamos a vivir en él: es la casa en la que todo se confirma y en la que, si le aplicamos el humor, aparece la rumiación de mirar la dificultad alrededor, es el ¿sabes quien está muy mal? con el que ironizaba Lobo Antunes.

Cuando uno lo vive en primera persona, el lugar de la exclavitud a los datos, a algo que semeja objetivo, se parece a un sitio donde ir a morir, se parece a la ruta de quien se aparta del camino para no molestar a los que siguen animados y, en silencio, camina hasta perderse y poder llegar a un gran claro tras el que no habrá más claros.

Por todo eso el mundo hay que inventarlo. Nada está dado, nadie nos ha otorgado nada. No se debe nada (importante). Nadie nos debe nada (muy dificil). Crear algo a partir del desguace tiene que ver con establecer uniones y líneas entre lo que se desconoce entre si, es abrir las posibilidades a entender clasificaciones y relaciones que nunca nadie nos las explicó, ni nosotros mismos nos las hemos explicado cuando alardeamos de conocer cosas. Los científicos le llaman a eso categorización. Una palabra rara que no suena ni mal ni bien, cada uno tiene que buscar su traducción.

Lo que está ahi fuera y lo que está aquí dentro se parecen: existen solo para ser inventados, para saltar a través de algo que existe pero permanece invisible. Es algo muy complicado a lo que uno tiene que entregarse desde la mañana a la mañana siguiente, cruzando los sueños más profundos, las malas noticias (que de tan malas podrían ser hasta buenas noticias), cruzando los ríos y preparando exhaustivamente la prueba (sí, hay una prueba) que tendrá lugar cuando acaba el día y que tan bien describió Jorge Riechmann en un texto que una persona de la que siempre aprendo escribió en su blog:

Recordó (trajo de nuevo al corazón) Juan de Yepes: "a la noche, seréis examinados en el amor". No examinados por los libros publicados, ni por las ciudades conquistadas, ni por las amantes satisfechas, ni por las elecciones ganadas, ni por las toneladas de acero o cemento producidas, sino examinados en el amor. Esa noche no es la de ningún hipotético e indemostrable Juicio Final, sino la cotidianeidad vespertina de cada uno de nuestros días; y ese examen es el único que cuenta de verdad.

Ahora estaría bien hablar algo sobre lo que se podría entender por amor. Pero al menos sé que tiene que ver con crear algo que antes no existía en ningún lugar y que tiene poco que ver con un acuerdo conveniente, ni tan siquiera con los nombres y apellidos. Más allá de eso.

Muchas cosas están por hacer.

Ahora pienso que lo primero para poder inventar el mundo es escuchar como suena el viento. Ahora mismo.

Y saber de su voz.

6 de mayo de 2014

Mientras no viene el sueño te voy a contar tu propia historia

Una mujer joven, de pie y al lado de una ventana, en una casa vieja, sin saber adónde miran sus ojos, comienza a contarle un cuento a una mujer mayor que está sentada frente a un fuego que no se ve pero ilumina sus ojos cerrados.

El siete de Agosto de 2012 un amigo me recomendó una película de la que le habían hablado, me enviaba algunas imágenes.

Un bosque sumergido en algo que podría ser niebla, tal vez humo. Una mujer sola bajo la lluvia, cogiendo berzas, arrancando couceiros. Dos hombres ayudando a parir a una vaca. Dos mujeres haciendo una verdadera obra de teatro de Beckett en un bosque cubierto de líquenes, el fondo del océano.

Nada que decir. Sólo escuchar el viento que corre por la frontera del Couto Mixto y las voces que interpretan nuestra propia vida. Uno de los mejores retratos que conozco de una tierra situada en la raia que une Galicia con Portugal.

Al fin hoy pude ver aquella película: Arraianos, dirigida por Eloy Enciso Cachafeiro. Para mi una obra ya inolvidable.

Hace semanas terminé un libro que había comprado al inicio de 2006 y cuya lectura había abandonado en un primer intento. Pocas veces puedo decir que tras leer un libro con atención no soy capaz, al terminarlo, de contar de qué trata; como ir tras un misterio que se oscurece aún más conforme entras en sus palabras.

El bosque. La niebla y el humo. Las personas solas, ayudándose a nacer.
Los ritos.

Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río.
escrito por László Krasnnahorkai.

Y en su primera página, en la única línea que contiene, también estaba escrita esta película (junto al resto de cualquier historia). Dice así:

Nadie lo ha visto dos veces.

4 de mayo de 2014

Un pájaro azul

Hace un rato la pantalla se apagó.
Las últimas imágenes. Su voz. 
No me lo imaginaba, solo me preparé y apreté la tecla para ver el documental Bukowski: Born into this (dirigido en 2003 por John Dullaghan), sobre el escritor Charles Bukowski.

Había decidido que tras un mes y medio esta entrada trataría de otro tema. La decisión cambió al momento.

Quien no lo haya visto (como hasta hace unas horas me ocurría) debería enfrentarse a él, atreverse a ese combate en el que no hay púgil al que enfrentarse y, sin embargo, los golpes llegan, y el sonido del público, como el de la campana, se va alejando y la luz de los ojos desapareciendo. Por momentos nos combatimos a nosotros mismos y eso no es fácil de ver. A veces, hasta exterminarnos. Pero ni eso es lo importante. Lo realmente valioso es escuchar como Bukowski, en un momento dado a punto de dejarlo todo, decidió dejar viva una pequeña llamita, diminuta, pero que fuese capaz de reavivar la hoguera (dice). Pocas veces, casi nunca, he escuchado y visto (las imágenes son importantes) la limpieza y la transparencia de una vida dura y entregada, pese a lo vivido, a nunca decir No.  

Su voz.

Cuando lee Oh, yes (Hay cosas peores que / estar solo / pero a menudo lleva décadas / darse cuenta de ello) me pareció que allí comenzaba a asomar el mundo que solo se ve en momentos de gran intimidad y valentía. Pero era solo el principio. El genio de la multitud (Cuidado con el Hombre corriente, con la Mujer corriente, Cuidado con su Amor. / Su amor es corriente, busca lo corriente, pero es un genio al odiar. / Es lo suficientemente genial al odiar como para matarte, como para matar a cualquiera. / Al no querer la soledad, al no entender la soledad intentarán destruir cualquier cosa que difiera de lo suyo).

Y Bukowski atravesando la ciudad para llevar la ropa a una lavandería.

Después vino el poema Hay un pájaro azul en mi corazón, que habría que copiar entero. Hay que aprendérselo de memoria. Pero, cerca del final, Bukowski lee su poema La ducha. Y, hasta donde recuerdo, pocos poemas sobre el amor son capaces de tejer una atmósfera tan cierta y tan desnuda, tan humana porque se le ha quitado, con minuciosidad, la cursilería y lo aprendido, incluso la imbecilidad, que es fácil ponerle a esa escena.

Bukowski y su mujer de entonces se duchan juntos luego de hacer el amor. Las palabras recorren la ternura y la desnudez. Y, al final:

Linda, tú me has traído esto,
cuando te lo lleves
hazlo lenta y suavemente
hazlo como si estuviera muriéndome en sueños en lugar de
en vida, amén


Los versos fuera de su contexto pierden parte de su energía. Por eso me apetece copiar todo el final de Hay un pájaro..., aún con el miedo de que la traducción sacada de la red no sea del todo precisa:

hay un pájaro azul en mi corazón

que quiere salir

pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir

a veces por la noche

cuando todo el mundo duerme.

le digo ya sé que estás ahí,

no te pongas

triste.

luego lo vuelvo a introducir,


y él canta un poquito

ahí dentro, no le he dejado

morir del todo

y dormimos juntos

así

con nuestro

pacto secreto

y es tan tierno como

para hacer llorar

a un hombre, pero yo no

lloro,

¿lloras tú?

18 de marzo de 2014

Las cosas, esa emoción

Varios conciertos excelentes. Algún viaje. La luz dura y blanca en los acantilados. Varios lugares a la vez. Algo que se desarrolla y tiene una forma que resulta irreconocible. Pero existe.

Una tarde de domingo. Media tarde mientras camino hacia el centro de la ciudad. En una esquina, en una cafetería, a media tarde, una mujer mayor y vestida de domingo, la espalda recta, bebe un café y observa un lugar que no consigo ver. La miro a través de la cristalera. Fuera hace demasiado calor para estas fechas. Pienso en si la dignidad y la soledad las pone ella o yo. O juntos, aunque no nos miremos. Sigo mi camino. Creo que ella ni me ha visto.

Un poco después un divertido concierto de percusión del grupo inglés O Duo en el Festival Pórtico do Paraíso. Excelentes músicos que no hubieran necesitado ejecutar semejante show, les bastaban las marimbas, el vibráfono, los platillos, todos los objetos que hacían sonar. Pero aún así es un concierto que se disfruta porque hace regresar la música al cuerpo y la piel deja que entre y echa de menos que, una pieza única, Take Five, dure más y esté tocada en toda su intensidad y duración.

Toda angustia es imaginaria; lo real es su antídoto, había releído en Comte-Sponville. Y unas páginas más allá: La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor, la soledad, el vacío, la eterna falta de permanencia de todo... Es la vida misma y no hay otra. Siempre solitaria. Siempre mortal. Siempre desgarradora. Y tan frágil, tan débil, tan expuesta. "Todo contento de los mortales es mortal" decía Montaigne.

Bajo la música nada cambia, pero la emoción está allí, como las cosas. Igual ocurrió hace unos días en un concierto de la Real Filharmonía de Galicia. Mientras interpretaba la Sinfonía núm. 4, op. 98 de Brahms algo enérgico pareció salir a nuestro encuentro. Paul Daniel dirigiendo, todos los instrumentos parecían querer extraer esa fina película que nos impide saber como es el tacto de las cosas, de las personas. Y las palabras del pianista Javier Perianes antes de interpretar el Concierto para piano núm. 4, op. 58 de Beethoven. Su confianza en algo que no quería nombrar.

Tu sonrisa. Y entonces, la espalda recta: todo el trabajo que es necesario para conseguir estar cerca de las cosas y de su emoción, siempre frágil y breve, generosa. Tu silencio. Su dignidad. Toda la soledad. Todo lo que hay que retirar para, tal vez, solo poder observar.

Fue una conversación durísima. Apréndete esto me dijo:
La vida no es un supermercado del cual seríamos los clientes. El universo nada tiene para vendernos y sólo se nos ofrece él mismo; sólo nos ofrece todo.
(Cerré el libro de Comte-Sponville, cerré los ojos, creo que me sumergí)

3 de marzo de 2014

Es un barco

Había anotado una frase de Jung:
Necesitas tu totalidad para vivir al otro lado

pienso en lo que puede significar, y también en si el psicoanálisis es más una obra de arte, y puede ayudar desde ahí, que algo relacionado con la ciencia.

En una tienda, un adulto con un juguete en la mano interroga a un niño: 
- Es un barco, ¿le gustará?

Y en la calle, una niña muy pequeña se planta en la acera frente a otro adulto:
- Si me dejas ver la televisión te quiero

Cerca de esos diálogos anoté un pensamiento de Murakami:
Todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante
Ahora mismo, por ejemplo, pensé.
Y algo, que es todo, adquiere una inclinación y una voz especial.

Hace unos días escuché una canción de Billie Holliday cantada por Nina Simone: Don't explain. Va y viene a través de todo lo que puede desaparecer en un instante. No la olvido. ¿Es posible que esa sí sea una canción de amor?

Y, como una voz grave que acompaña otros sonidos más abiertos, durante todo este tiempo, entre las palabras, las idas y venidas, entre la lluvia, leí esta historia de la tradición oriental:

Un samurai caminaba un día con su perro cuando, de repente, éste, enseñando los colmillos por primera vez, se puso a ladrar furiosamente en su dirección. Sorprendido e irritado, el samurai sacó su sable y le cortó de un tajo la cabeza al animal. Pero, en vez de caer al suelo, la cabeza salió volando hasta un árbol situado detrás del guerrero y apresó entre sus mandíbulas una serpiente que se disponía a morderle. Comprendiendo entonces que su perro no hacía sino avisarle del peligro que le amenzaba, el samurai, desconsolado, lamentó amargamente su gesto irreparable.

16 de febrero de 2014

El centro del mundo

En una entrevista a John Cage:

La mejor -y la única- forma de dejar que alguien sea lo que es, la mejor forma de pensar en él y, por lo tanto, en el prójimo, es dejarlo pensarse a sí mismo en sus propios términos. Como esto es difícil, y como es imposible ponerse uno mismo a pensar al otro en los términos del otro, no queda más alternativa que dejar espacio alrededor de cada uno. Que cuidarse, en la medida de lo posible, de formularse ideas sobre lo que cada uno debería hacer o abstenerse de hacer. Que esforzarse por apreciar, tanto como se pueda, todo lo que el prójimo hace, hasta la más mínima de sus acciones (...)
No imponer nada. Dejar ser. Permitir que cada persona, igual que cada sonido, sea el centro del mundo.

Para los pájaros. John Cage, conversaciones con Daniel Charles

15 de febrero de 2014

Una sola cosa a la vez

La primera caída: tal vez una mala suerte al no calcular bien el borde de la acera. Él mismo pensó que era solo eso. Aunque cuando volvió a casa tuvo que aceptar que no sabía el tiempo que había pasado tendido en el suelo. Solía caminar todos los días para obligarse a recordar el peso de su cuerpo. Vivía solo. El resto del mundo parecía haber desaparecido.

A veces, cuando todavía llegaban sus cartas, describía uno de esos paseos. Había párrafos largos que contenían preciosas descripciones de aquello que lo hacía detenerse. En una de ellas, con un detalle como el de algunos de sus autores preferidos, describe el viento sobre los árboles que apenas pueden crecer por el viento helado, también sobre una especie de arbusto que suele crecer en esos terrenos que preceden a la taiga. Aquellos papeles llegaban arrugados y casi viejos, pero traían aún el viento que procedía del Ártico.

Unos días más tarde, al salir de la casa le parecio sentir, como la primera vez, un ligero rumor en el centro de la cabeza, algo sordo y profundo que le obligaba a girarse. Entonces perdió el equilibrio. Pasó casi una mañana hasta que una vecina, aún más mayor, lo encontró en el suelo. Lo único que recordaba era una luz cegadora mientras intentaba ponerse en pie del brazo de aquella anciana. Esa segunda vez alguien lo llevó al despacho del médico que viajaba hasta la localidad dos veces a la semana.

Después, todo ocurrió muy rápido. Pasaron muy pocos meses hasta que llegó el aviso del internamiento. En la distancia nada se sabía. Fue el primer viaje. Y fue una larga ruta. Casi dos días hasta que escribí su nombre en un papel para que la gente del internado pudiese decirme en que habitación estaba.

Empujé la puerta con suavidad, parecía dormir. Me acerqué un poco. Saqué el abrigo y permanecí de pie varios minutos. Hasta que todo mi cuerpo comenzó a aflojarse: poco a poco los músculos se destensaron, la espalda se inclinó, las piernas casi no aguantaban la columna, en algún momento parecía que no podía seguir en pie.

Me acerqué a la cama, a su cara, sin quererlo olí aquel cuerpo y me alegré de haber llegado hasta allí. Casi sin tocarlo, acaricié el pelo blanco, una mano que sobresalía de las sábanas, la propia sábana que lo tapaba hasta el cuello. No había más enfermos en la habitación, nadie nos molestaba. Y, de pronto, entreabrió los ojos.

Pasamos todo el día juntos. A cada minuto parecía mejorar. Y hacia el final de la tarde, en un rato en que se había hecho el silencio, me agarró la mano con fuerza y entendí que quería decirme algo:

Estoy aprendiendo a hacer una sola cosa a la vez. Y es un aprendizaje muy difícil. Me gustaría tener tiempo para contártelo.


 Aquel no podía ser el único viaje.

12 de febrero de 2014

Durante días

palabras

ver, sueños, uno, lugar, decir, agua, ocultar,
contigo, observar, cada uno, viajes, nada, olvido,
observatorio, falta, lugares, días, incierto, esos lugares,
invisible, viaje, incertidumbre, imágenes, invisibles, sueño, bosque,
viaje, nocturno, algo, duda, invierno, oculto, lo que, ir, no está, alrededor

durante unos días
escribí en papeles sueltos estas palabras
para ver si se podía construir una frase con los huecos que quedaban entre ellas

9 de febrero de 2014

Cuando no se es dueño de nada

Había un músico en la calle que tocaba el clarinete.

Vestía unos elegantes zapatos blancos, rarísimos, y tenía un pelo negro lustroso; tocaba desde el interior de un portal, a cubierto de la lluvia, y sobre las piedras mojadas de la calle la funda del instrumento contenía algunas monedas y se empapaba conforme avanzaba la pieza. No me parecía que tocase muy bien, pero en aquel momento y allí su presencia era más que suficiente.

Cuando ya nada se puede hacer es un error creer que no se puede hacer nada: se puede estar cerca, dice Pablo d'Ors. Porque la atención es transformadora. Amar es estar atento, dice Simone Weil.

Cuando llegué al café y abrí el periódico encontré un artículo de Gustavo Martín Garzo: La oración del jorobadito. Trata de la joroba que a todos parece afearnos y que, por momentos, uno intenta o disimular o hacer como si no existiese. Me impresionaron las ideas que hay en ese pequeño texto. Voy a copiar un fragmento:

Nuestro tiempo ha dado la espalda a ese mundo desfigurado y ha dejado de pedir al jorobadito que lo visite. En su ausencia, se crean Institutos de la Felicidad, se escriben manuales de autoayuda, se fundan seminarios de risoterapia y talleres de cómo educar a los bebés. El mundo se ha poblado de psicólogos, expertos en técnicas de relajación y charlatanes que hablan sin descanso de la necesidad de ser positivos, de no dejarse llevar por la melancolía y de la inutilidad del sufrimiento. Según ellos, la cultura deber ser lo más parecido a una fiesta de cumpleaños infantil, un espacio de diversión y juegos interminables. Pero "divertirse", escribe Adorno, "significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún".

Hace unos días ví la película El Cambio, basada en las creencias (no se calificarlas de otra forma) de Wayne W. Dyer. Y en ella, curiosamente, se hace un emparejamiento con el trabajo de Byron Katie, de quien había presenciado unas sesiones de trabajo terapeútico. Dos personalidades americanas embarcadas en la búsqueda de la no joroba, pensé. Y volví a sentir que estaba en presencia de una de tantas posibilidades de atajos para llegar a ese estado que nombra Emily Dickinson (y cita también Martín Garzo):

Perdemos al ganar.
Y, al saberlo, tiramos
nuestros dados de nuevo

(Nada que ver con la vida a cubierto, con la incertidumbre reducida a la hora en que alguien invisible deposita los ruidos que nos harán más confortables la tarde, la mañana, algunas noches).

Pero, aún con todo, no acababa de saber porqué me parecían atajos lo que tanta gente considera una autopista hacia el bienestar e incluso hacia la atención y la escucha. Y entonces, sin pretenderlo, encontré parte de la respuesta en la introducción del libro recién publicado de Stephen Grosz: La mujer que no quería amar (extraña traducción del original The Examined Life). Allí, la cital inicial es de André Dubus II y dice:

Recibimos y perdemos, y debemos tratar de alcanzar la gratitud; y con esa gratitud, abrazar con todo el corazón lo que quede de la vida después de las pérdidas.

La diferencia con el atajo estaba ahí: en la pérdida. En lo que queda de la vida después de las pérdidas, porque la pérdida va asociada al cambio, a la transformación, al interior mismo del hecho de estar vivo. "Quiero cambiar, pero no si eso supone un cambio", me dijo una vez un paciente con toda la inocencia, escribe Grosz.

Así que cuando terminé el café y el artículo de Martín Garzo me pareció sentir que mis manos, sin yo darles la orden, agitaban los dados para tirarlos de nuevo. Ese era el hecho importante, el que convertía el mundo en un lugar algo más abierto donde lo que queda tras las pérdidas podía irradiar una suave luz.

Volví a la calle, la lluvia continuaba, el músico también. Y justo en ese momento, cuando pasé a su altura con las monedas en la mano, recogió la funda del clarinete con lo que había dentro, escurrió el agua de su interior y nos miramos a los ojos.

3 de febrero de 2014


La luna seguía allí

2 de febrero de 2014

Los ruidos suaves

Hace unos treinta años de esto.

El tren atravesaba el puente, muy alto, que había a la entrada de la ciudad. Iba muy despacio y los vagones, las maletas, los asientos, todos nosotros nos agitábamos a un ritmo regular y ruidoso. La ventanilla casi a la altura de los árboles que se veían a lo lejos. Todo parecía estar congelado por el frío del amanecer. Niebla, hielo, restos de un humo negro, volvía en pleno invierno para unas vacaciones cortas. Mi familia aguardaba en la estación y yo deseaba llegar a casa para sumergirme en el calor de la cocina y de sus voces. Cruzando el puente, aún empapado por un sueño casi imposible, construí un recuerdo en el que comienzo a escuchar un sonido de la infancia, muchos sonidos que no se pueden entender y que sobre todo ofrecen algo parecido a la confianza: todo está en su sitio.

Es una de las experiencias más silenciosas que recuerdo.

Tal vez la palabra silenciosa sea demasiado ambigua, pero sí, era el mismo silencio que nos permite descansar cuando se escucha una voz, en la otra habitación, que habla con la calma de una conversación desinteresada, tranquila. Es posible que sean las palabras de la infancia, mejor dicho, los sonidos que aún no son palabras y que nos arrullan, nos protegen y nos llevan directos hacia donde desea quien los emite. Cuidar a alguien con murmullos es uno de los secretos más difíciles de explicar. En realidad esa es la primera y casi única música: desprovista de texto, sin notas ni partitura, solo la improvisación.

Hoy encontré este fragmento del escritor John Updike:

El ser humano no puede ser dejado solo. Necesitamos otras presencias. Necesitamos los ruidos suaves de la noche -una madre hablando en el piso de abajo- Necesitamos los pequeños clics y los suspiros de una alteridad duradera. Necesitamos a los dioses.

30 de enero de 2014

Espejo de belleza

Perfección e imperfección se mantienen en constante balance. La posibilidad de la escritura, de abstraer sonidos en notas, la de una música sin música, ofrece un espacio donde se separa un discurso ideal contra la realidad instrumental. El que esta realidad sea irrepetible -de instrumentista a instrumentista y de un momento a otro- remarca la distinción entre la vida de una obra en su escritura y en su ejecución, y nos devuelve la noción de que en la música no hay originales, sólo copias. En ese sentido, el arte y oficio de los maestros consiste en mantener el equilibrio entre una vida y la otra, y que este equilibrio sea espejo de belleza.

De Historia mínima de la música en Occidente, un libro de Raúl Zambrano (maravilloso) publicado en 2013.

28 de enero de 2014

Velar el sueño

Hace algunos años cada sábado hacia un viaje de unos cuarenta kilómetros, entre la ida y la vuelta a casa, para comprar el periódico. Era un ritual lleno de sentido porque ese día el escritor Antonio Lobo Antunes publicaba su artículo semanal. Recuerdo perfectamente la ilusión de cada ida a la ciudad para buscar aquel pequeño texto que no quería leer hasta llegar a casa.

También recuerdo que esos viajes se esfumaron cuando el artículo semanal desapareció. Y desde entonces no ha habido ningún estímulo que me llevara a hacer semejante ruta (aunque ahora pueda hacerla caminando).

Eso era así hasta que hace un par de meses apareció en El País Semanal la sección La vida a examen de Stephen Grosz, un psicoanalista del que nada sabía. En realidad esos textos semanales son pequeños capítulos de su libro The Examined Life, todavía sin traducir al español.

El capítulo de este último domingo se titula A través del silencio y es una fragmentaria y corta historia sobre el acompañamiento en el silencio. Una pequeña narración sobre los lugares que se atraviesan hasta llegar a sentirse acompañado y acogido mientras lo que existe es el silencio (casi lo contrario de lo que he visto luego de instalar el conocido WhatsApp y ver, al otro lado, imágenes y palabras inconexas, sin lenguaje, cuyo mayor sentido parece ser que salen gratis).

El silencio no sale gratis. Ni es fácil. En un momento de su artículo Grosz habla de que su paciente, preso de una gran angustia, se queda dormido durante breves períodos de tiempo en su consulta. Y concluye: conmigo se sentía seguro porque velaba su sueño.

Velar el sueño.

Velar el sueño de otro, hacer y cuidar el silencio para que el sueño venga y se acomode. Y si ese sueño se interrumpe quien lo cuida estará allí: despierto, dispuesto a enfrentarse a los miedos y a los desastres físicos que veces los ocasionan con dignidad, sin otra moral que la decisión de querer estar allí.

Ahora pienso que los silencios de Anthony expresaban diferentes sentimientos en diferentes momentos: pena, un deseo de estar cerca de mí, pero al mismo tiempo apartado, y un anhelo de detener el tiempo. Él me ha contado que aquellos silencios también resultaban curativos, que eran su oportunidad de experimentar una regresión, de sentirse cuidado. La profundidad de su silencio era una señal de la profundidad de su confianza.

Pienso en cómo es cuidar el sueño mientras las voces emocionales de quien vigila oscilan entre el miedo y la ternura. Eso es lo que ocurre cada noche en los hospitales, junto a la cama de una persona a la que se quiere. En el trajín silencioso de esas noches, velar la respiración hasta sincronizarnos con ella es una manera, como no conozco otra, de vivir a través del silencio, de sostener la vida.

Dormirse con la paz de estar vivo en la mente del otro. Los textos de Stephen Grosz son una rareza llena de conocimiento, sensibilidad y a veces dureza. Están escritos a partir de sus experiencias terapeúticas, así que narran dificultades y encrucijadas personales. Y, en mi opinión, lo mejor de todo: sin ofrecer una solución al tiempo que sin mostrar dramatismo. Sin esperanza, sin desesperanza, solo con un acercamiento profundo.