17 de octubre de 2014

Lo que mejor nos aniquila

Un día sin luz en el mes de marzo.
Cuando llegó la noche, luego del trabajo, encontré en el periódico (ya casi caducado) una preciosa columna de la escritora Leila Guerreiro que actuó como un bálsamo natural: en algún lugar del planeta había seres que reían, guerreaban y sufrían por cosas necesarias, invisibles, y de apariencia, por momentos, estúpida.

No consigo encontrar aquel pequeño texto. Creo recordar que lo guardé pero no aparece.

Un día sin luz en el mes octubre.
Camino atento a los escaparates porque me fjo como sobreviven en ellos (como pueden) un montón de animales. Hoy, por ejemplo, encontré un rinoceronte intentando empapar de vida un cuerpo blanco de escayola.

Cuando termino lo que me había llevado a la calle entro en un café. Mientras me lo sirven echo un vistazo al periódico. Y allí, en la misma sección que en el mes de marzo, la misma escritora extendía de pronto otro bálsamo. Sentado junto a una ventana, leí entre sus palabras (difíciles) el aroma de cuando la salud regresa al cuerpo, algo parecido al olor del romero sobre la piel.

Este es el final de su artículo:

Leí un poema de Louise Glück -
"desde el principio,
desde niña, creí
que el dolor quería decir
que no me amaban.
Que amaba, quería decir" -,
y me pregunté con cuánta vida se pagan esos golpes que no dejan marcas ni los huesos rotos. Cuánto habría que vivir -y cuanto coraje sería necesario- para entender que lo que más amamos, y lo que más nos ama, es, también, lo que mejor nos aniquila.

12 de octubre de 2014

La revolución es prestar atención

En una de las películas de Krzysztof Kieslowski, Azul, y luego de un terrible accidente en el que Julie ha perdido a su marido y su hija, ésta encuentra a una de las mujeres que trabajan en la casa llorando en la cocina, al poco de regresar tras una larga convalecencia en el hospital.
- ¿Por qué llora, Marie?, le pregunta
- Por que usted no llora, le responde

He dedicado algo más de una semana a ver las diez piezas de Kieslowski que componen su Decálogo. Diez películas de una hora de duración y construidas a partir de los diez mandamientos, a película por mandamiento.

Creo que nunca he visto nada igual.

No recuerdo una obra de semejante plenitud, sin contemplaciones y con un ritmo y una profundización mantenida, sostenida, a lo largo de tanto tiempo. Seiscientos minutos en contacto con la médula: una estructura tan leve y frágil que es invisible, al tiempo que es capaz de sostener todo el sistema de eso que se concreta en los días o en las emociones.

(Al terminar volví a ver su trilogía de los Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, que me volvió a emocionar, pero no es lo mismo).

Decálogo es Polonia. La luz del invierno. La ausencia de luz. Los dilemas morales, la ética. La dificultad de la elección. El azar y todo lo que parece necesario. Es el mundo de las preguntas y el del acogimiento a quien lucha por ofrecer su respuesta . También el que se encarga de echar otra luz sobre el tenebrismo de los diez mandamientos.

Cuándo nos acercamos a esos umbrales críticos, ¿nos hacemos pequeños o grandes?, ¿nos diluimos o tomamos forma? En realidad, ¿construimos algo o la tarea consiste en dejarse construir, en dejarse atravesar? ¿Qué hacer cuándo llega la dificultad?, ¿se puede mirar hacia otro lado?, ¿a qué hay que estar atento?

Un mismo hombre cruza todos los capítulos. Su única misión es, durante unos pocos segundos, observar lo que acontece. Mira con atención y no se pronuncia. Ni ayuda, y cómo se agradece eso, ni condena. (Lo mismo ocurre con su posterior Tres colores, hasta que en la última, Rojo, solo se salvan del naufragio aquellos que han cruzado las tres historias. Y...el azar: cuando Karol Karol necesita comprar un vodka rechaza el que le ofrecen para pedir el mejor. Y entonces se lleva una botella... de Wyborowa).

Dediqué un día a cada capítulo (salvo alguno que no pude resistirlo y tuve que ver dos). Decálogo es una gigantesca serie sobre la atención, sobre dónde ponerla y sobre cómo ejecutarla (la mayor de las revoluciones sería prestar atención, prestarnos atención también). Porque la atención va unida al miedo: no prestamos atención, muchas veces, por miedo; por esa sensación paralizante que nos lleva, con rapidez, a la distracción, que es una forma intuitiva de desviar la mirada, de no permitir la concentración, de alejarnos.

Hacia el final de esa semana dedicada a Kieslowski pude escuchar a un cineasta canadiense que hasta entonces no conocía: Mike Hoolboom. Comenzó hablando sobre una vida basada en preguntas, sobre cómo era la única manera que ya (ya) le interesaba, y sobre cómo la alternativa consistía en vivir encerrado en la burbuja de las respuestas, aislado en la certeza, separado y lejos de lo que nos rodea. Dijo que solo a partir de las preguntas y de la fragilidad de no disponer de respuestas podía pensar en una película.

Volví a recordar aquel diálogo:
- ¿Por qué llora, Marie?
- Por que usted no llora