18 de marzo de 2014

Las cosas, esa emoción

Varios conciertos excelentes. Algún viaje. La luz dura y blanca en los acantilados. Varios lugares a la vez. Algo que se desarrolla y tiene una forma que resulta irreconocible. Pero existe.

Una tarde de domingo. Media tarde mientras camino hacia el centro de la ciudad. En una esquina, en una cafetería, a media tarde, una mujer mayor y vestida de domingo, la espalda recta, bebe un café y observa un lugar que no consigo ver. La miro a través de la cristalera. Fuera hace demasiado calor para estas fechas. Pienso en si la dignidad y la soledad las pone ella o yo. O juntos, aunque no nos miremos. Sigo mi camino. Creo que ella ni me ha visto.

Un poco después un divertido concierto de percusión del grupo inglés O Duo en el Festival Pórtico do Paraíso. Excelentes músicos que no hubieran necesitado ejecutar semejante show, les bastaban las marimbas, el vibráfono, los platillos, todos los objetos que hacían sonar. Pero aún así es un concierto que se disfruta porque hace regresar la música al cuerpo y la piel deja que entre y echa de menos que, una pieza única, Take Five, dure más y esté tocada en toda su intensidad y duración.

Toda angustia es imaginaria; lo real es su antídoto, había releído en Comte-Sponville. Y unas páginas más allá: La fragilidad de vivir, la certidumbre de morir, el fracaso o el espanto del amor, la soledad, el vacío, la eterna falta de permanencia de todo... Es la vida misma y no hay otra. Siempre solitaria. Siempre mortal. Siempre desgarradora. Y tan frágil, tan débil, tan expuesta. "Todo contento de los mortales es mortal" decía Montaigne.

Bajo la música nada cambia, pero la emoción está allí, como las cosas. Igual ocurrió hace unos días en un concierto de la Real Filharmonía de Galicia. Mientras interpretaba la Sinfonía núm. 4, op. 98 de Brahms algo enérgico pareció salir a nuestro encuentro. Paul Daniel dirigiendo, todos los instrumentos parecían querer extraer esa fina película que nos impide saber como es el tacto de las cosas, de las personas. Y las palabras del pianista Javier Perianes antes de interpretar el Concierto para piano núm. 4, op. 58 de Beethoven. Su confianza en algo que no quería nombrar.

Tu sonrisa. Y entonces, la espalda recta: todo el trabajo que es necesario para conseguir estar cerca de las cosas y de su emoción, siempre frágil y breve, generosa. Tu silencio. Su dignidad. Toda la soledad. Todo lo que hay que retirar para, tal vez, solo poder observar.

Fue una conversación durísima. Apréndete esto me dijo:
La vida no es un supermercado del cual seríamos los clientes. El universo nada tiene para vendernos y sólo se nos ofrece él mismo; sólo nos ofrece todo.
(Cerré el libro de Comte-Sponville, cerré los ojos, creo que me sumergí)

3 de marzo de 2014

Es un barco

Había anotado una frase de Jung:
Necesitas tu totalidad para vivir al otro lado

pienso en lo que puede significar, y también en si el psicoanálisis es más una obra de arte, y puede ayudar desde ahí, que algo relacionado con la ciencia.

En una tienda, un adulto con un juguete en la mano interroga a un niño: 
- Es un barco, ¿le gustará?

Y en la calle, una niña muy pequeña se planta en la acera frente a otro adulto:
- Si me dejas ver la televisión te quiero

Cerca de esos diálogos anoté un pensamiento de Murakami:
Todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante
Ahora mismo, por ejemplo, pensé.
Y algo, que es todo, adquiere una inclinación y una voz especial.

Hace unos días escuché una canción de Billie Holliday cantada por Nina Simone: Don't explain. Va y viene a través de todo lo que puede desaparecer en un instante. No la olvido. ¿Es posible que esa sí sea una canción de amor?

Y, como una voz grave que acompaña otros sonidos más abiertos, durante todo este tiempo, entre las palabras, las idas y venidas, entre la lluvia, leí esta historia de la tradición oriental:

Un samurai caminaba un día con su perro cuando, de repente, éste, enseñando los colmillos por primera vez, se puso a ladrar furiosamente en su dirección. Sorprendido e irritado, el samurai sacó su sable y le cortó de un tajo la cabeza al animal. Pero, en vez de caer al suelo, la cabeza salió volando hasta un árbol situado detrás del guerrero y apresó entre sus mandíbulas una serpiente que se disponía a morderle. Comprendiendo entonces que su perro no hacía sino avisarle del peligro que le amenzaba, el samurai, desconsolado, lamentó amargamente su gesto irreparable.