24 de mayo de 2014

Y saber de su voz

Algo

que existe ahí fuera y aquí dentro y que se suele llamar mundo: ese algo está sin hacer, existe para ser inventado, aunque todo parezca indicar lo contrario.

No existe con ninguna coherencia o sentido previo (solo deberíamos experimentar eso para poder cruzar la calle). Ahí y aquí existe algo que se parece a una masa informe, construida como una torre de chatarra en un desguace: apilando coches viejos, piezas inservibles, objetos abandonados (o, tal vez, como se superponen los brotes bajo el manto del bosque). Da igual, no existe para nosotros. Lleva una vida al margen. O todo lo contrario: está tan cerca de nosotros que su vida inconexa son nuestros días inconexos, uno sobre otro y en la parte más alta el gran letrero (luminoso si hay medios) con el nombre del desguace.

Como así no se puede vivir si uno ama la calidad, entonces el mundo hay que inventarlo.

Pero inventar es muy difícil y costoso.

Contra la invención están los datos: existen como si no se pudiesen contradecir. Muestran su contundencia, tu tozudez, su falta de brillo, también de valor. Pero ganan la mayor parte de los pulsos, poseen un biceps trabajado milímetro a milímetro y cuando estamos a punto de dar el brazo a torcer, entonces emiten una especie de grito de guerra y tras ese segundo de duda ya nos han vencido.

Estos días lo he estudiado: detrás de la tristeza, del abatimiento (en distintos grados e intensidades) se encuentra la incapacidad para volar sobre los datos, la incapacidad para leerlos sin un sesgo de acero que luego nos atraviesa. Y eso vivido como algo permanente, algo que va más allá de nuestras posibilidades, que existe a nuestro pesar. Un gran desguace sobre el que es fácil ponerse de acuerdo y hasta encontrar amigos.

Porque ofrece un lugar. Y eso, en determinados momentos, ya es mucho. Y nos quedamos a vivir en él: es la casa en la que todo se confirma y en la que, si le aplicamos el humor, aparece la rumiación de mirar la dificultad alrededor, es el ¿sabes quien está muy mal? con el que ironizaba Lobo Antunes.

Cuando uno lo vive en primera persona, el lugar de la exclavitud a los datos, a algo que semeja objetivo, se parece a un sitio donde ir a morir, se parece a la ruta de quien se aparta del camino para no molestar a los que siguen animados y, en silencio, camina hasta perderse y poder llegar a un gran claro tras el que no habrá más claros.

Por todo eso el mundo hay que inventarlo. Nada está dado, nadie nos ha otorgado nada. No se debe nada (importante). Nadie nos debe nada (muy dificil). Crear algo a partir del desguace tiene que ver con establecer uniones y líneas entre lo que se desconoce entre si, es abrir las posibilidades a entender clasificaciones y relaciones que nunca nadie nos las explicó, ni nosotros mismos nos las hemos explicado cuando alardeamos de conocer cosas. Los científicos le llaman a eso categorización. Una palabra rara que no suena ni mal ni bien, cada uno tiene que buscar su traducción.

Lo que está ahi fuera y lo que está aquí dentro se parecen: existen solo para ser inventados, para saltar a través de algo que existe pero permanece invisible. Es algo muy complicado a lo que uno tiene que entregarse desde la mañana a la mañana siguiente, cruzando los sueños más profundos, las malas noticias (que de tan malas podrían ser hasta buenas noticias), cruzando los ríos y preparando exhaustivamente la prueba (sí, hay una prueba) que tendrá lugar cuando acaba el día y que tan bien describió Jorge Riechmann en un texto que una persona de la que siempre aprendo escribió en su blog:

Recordó (trajo de nuevo al corazón) Juan de Yepes: "a la noche, seréis examinados en el amor". No examinados por los libros publicados, ni por las ciudades conquistadas, ni por las amantes satisfechas, ni por las elecciones ganadas, ni por las toneladas de acero o cemento producidas, sino examinados en el amor. Esa noche no es la de ningún hipotético e indemostrable Juicio Final, sino la cotidianeidad vespertina de cada uno de nuestros días; y ese examen es el único que cuenta de verdad.

Ahora estaría bien hablar algo sobre lo que se podría entender por amor. Pero al menos sé que tiene que ver con crear algo que antes no existía en ningún lugar y que tiene poco que ver con un acuerdo conveniente, ni tan siquiera con los nombres y apellidos. Más allá de eso.

Muchas cosas están por hacer.

Ahora pienso que lo primero para poder inventar el mundo es escuchar como suena el viento. Ahora mismo.

Y saber de su voz.