12 de noviembre de 2014

La sentencia, el temblor

Lo que permanece:
el temblor.

Poner las manos en los hombros y sentir el estremecimiento. Lo que nos estremece, aquello que nos conmueve, lo que nos moviliza, todo lo que nos permite sobrevivir en el desierto, cerca y lejos de todos, es el temblor.

Pasaron semanas y meses.
Una voz sepultó a otra voz, con violencia. La misma violencia que surge del no hacer y del no decir. Entonces surgió otro pequeño movimiento, apenas perceptible, que quedó absorbido por una sacudida mayor que lo condenó a algo que se parecería al olvido, pero que no lo es. Más tarde, casi todos los días, las palabras comenzaron a juntarse y, casi al mismo tiempo, el silencio las condenó a desaparecer de manera más o menos anónima. Algunas veces, pocas, otro se acercó y tapó con sus dos manos el trocito de ventana desde donde se veía el prado, las montañas más allá, casi la nieve. Y con la razón de su parte, el paisaje se perdió y no había nada que decir. Así, de una manera o de otra, un día tras otro. Si daba la sensación de que algo terminaba, entonces surgía la sensación de que algo volvía a comenzar. Dijo que se parecía a correr sin moverse del sitio.

A esos días los acompañaron, les dieron forma, luces y personas, libros, imágenes, el silencio y el griterio, las protestas, la luz de la cueva. E igual que todas las otras secuencias, cada uno de los integrantes hacía desaparecer al otro, en una lucha encarnizada a vida o muerte. Y cada vez que alguien o algo sobrevivía otro moría. Dijo: hagas lo que hagas vivirás la pérdida.

El temblor.

La unión que existe entre lo que vive y lo que desaparece, entre los tejidos vivos y los que llevan tiempo pudriéndose, una especie de grapa destinada a que la experiencia no se base en partir por la mitad y en vivir la separación de uno mismo como algo que no ofrece una tregua propia de las personas.

Es propio de las personas la tregua, al menos para recoger a los muertos se podría decir. Para sentir algo de la luz que sobrevive tras el humo de las explosiones.

El temblor es, por ejemplo, imaginar a Lucie en La broma, de Milan Kundera, apoyada sobre la valla de ese campo militar donde Ludvik hace una especie de instrucción absurda y dolorosa destinada a los castigados por cualquier régimen. Ella, una mujer joven y menuda, silenciosa, acude con su lealtad y su voz hacia dentro a aquel encuentro porque él no puede salir de aquella especie de campo de concentración. Acude con la ropa que ambos han comprado juntos, con la que se han reído (lo poco que se han reído en aquel invierno).

A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí; volví a estar habitado; de repente la habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella.

El temblor es no poder leer la historia sin sentir una sacudida en los hombros, a través de las manos. Y el temblor también es el diálogo de Ludvik consigo mismo, callado, cuando lleno de frustración aleja a aquel ser liviano y constante, y mientras lo está haciendo, ya siente su pérdida.

Más o menos así es la lluvia cuando no ofrece tregua, es decir, cuando cada gota condena y absuelve hasta que la siguiente en llegar reproduce el juicio y la que viene detrás ya ha pronunciado su sentencia, borrada por la que ya está a punto de caer.