15 de noviembre de 2014

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Agradecimiento: leí La broma, de Milan Kundera porque alguien a quien aprecio lo recomendó.

En el interior de una especie de casualidad, que como otras que aparecen y luego parecen perderse tras dejar señalado un rastro, reconocí la ilustración de la portada: el fresco de La tumba del nadador, descubierto en Paestum, Italia.

(Desde allí te envié una carta con esa preciosa imagen, junto a muchas palabras, hace veinticuatro años).

La historia de Ludvik y Lucie. También la de Jaroslav, Helena y uno de mis preferidos: Kostka. Todos son desconocidos para todos. Ciegos, en gran parte, por ver al otro solo a través de sus propios intereses; y mientras tanto el otro se desvanece, se extravía, se confunde con el ruido de fondo. Con la crueldad de un régimen brutal (la Checoslovaquia de 1967, u otros países no demasiado lejanos) que transforma una broma en todo un destino. Alguien que, con uñas y dientes, intenta conducir su pasado y, con una torpeza que reconozco, lanza piedras contra ese pasado.

Todos, en su desconocimiento, engañan y se engañan. Y cada uno es iluminado en sus razones por la mirada del otro. Y redimido gracias a esa luz que no es suya. Y, un poco después, la necesidad de rechazar la reconciliación, la imposibilidad de aceptar al otro cuando ha cambiado y toda una lucidez sobre ese proceso que aún lo hace más hiriente.

El resultado son mundos devastados en los que crece un amor que apenas se puede nombrar porque enseguida se malogra. Y por debajo de todo ello está la inocencia, pisada, golpeada por la culpa.

Y a través de los años, entre los paisajes quemados y el hogar incendiado, comprobar si se conserva algo de la capacidad para cuidar, acompañar y llorar mientras se sostiene en brazos a quien se quiere y a quien aún quiere vivir.

Paestum está en la zona de Nápoles, no lejos de Ercolano o de Pompeya. Para llegar cogí un autobús en la Plaza de la Concordia, en Salerno. El Vesuvio domina la zona. La costa es preciosa: Sorrento, Amalfi, Salerno. Creo que fue en Sorrento donde, aguardando un barco, me encontré con Julio Caro Baroja. No me atreví a dirigirle la palabra a pesar de mi admiración. Lo observé desde la cercanía. Años más tarde quise ir a Itzea, en Navarra, a conocer el caserón de los Baroja.

La tumba del nadador es una de las imágenes más cautivadoras que conozco. Y una de las que me acompaña desde hace más tiempo. Un hombre, en un gesto ágil, decidido y hermoso se lanza al agua. Hay árboles y columnas y el ocre del verano, de la costa calmada. Cruzando el vacío, el cuerpo del nadador, que aún solo es un hombre cruzando el vacío, parece a la vez la flecha y el arco. Kostka dice: Comprendí que el hombre no tiene nada que perder.

Un hombre que va por la orilla del mar agitando enloquecidamente con el brazo extendido un farol puede ser un loco. Pero si es de noche y entre las olas hay una barca perdida, ese mismo hombre es un salvador. La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace malo (sigue diciendo Kostka).

Cerca de La tumba del nadador, luego de hacer un pequeño croquis sobre la distribución de los frescos en la cámara mortuoria, anoté un verso de Rilke:

Somos las abejas de lo invisible.