2 de febrero de 2014

Los ruidos suaves

Hace unos treinta años de esto.

El tren atravesaba el puente, muy alto, que había a la entrada de la ciudad. Iba muy despacio y los vagones, las maletas, los asientos, todos nosotros nos agitábamos a un ritmo regular y ruidoso. La ventanilla casi a la altura de los árboles que se veían a lo lejos. Todo parecía estar congelado por el frío del amanecer. Niebla, hielo, restos de un humo negro, volvía en pleno invierno para unas vacaciones cortas. Mi familia aguardaba en la estación y yo deseaba llegar a casa para sumergirme en el calor de la cocina y de sus voces. Cruzando el puente, aún empapado por un sueño casi imposible, construí un recuerdo en el que comienzo a escuchar un sonido de la infancia, muchos sonidos que no se pueden entender y que sobre todo ofrecen algo parecido a la confianza: todo está en su sitio.

Es una de las experiencias más silenciosas que recuerdo.

Tal vez la palabra silenciosa sea demasiado ambigua, pero sí, era el mismo silencio que nos permite descansar cuando se escucha una voz, en la otra habitación, que habla con la calma de una conversación desinteresada, tranquila. Es posible que sean las palabras de la infancia, mejor dicho, los sonidos que aún no son palabras y que nos arrullan, nos protegen y nos llevan directos hacia donde desea quien los emite. Cuidar a alguien con murmullos es uno de los secretos más difíciles de explicar. En realidad esa es la primera y casi única música: desprovista de texto, sin notas ni partitura, solo la improvisación.

Hoy encontré este fragmento del escritor John Updike:

El ser humano no puede ser dejado solo. Necesitamos otras presencias. Necesitamos los ruidos suaves de la noche -una madre hablando en el piso de abajo- Necesitamos los pequeños clics y los suspiros de una alteridad duradera. Necesitamos a los dioses.