15 de febrero de 2014

Una sola cosa a la vez

La primera caída: tal vez una mala suerte al no calcular bien el borde de la acera. Él mismo pensó que era solo eso. Aunque cuando volvió a casa tuvo que aceptar que no sabía el tiempo que había pasado tendido en el suelo. Solía caminar todos los días para obligarse a recordar el peso de su cuerpo. Vivía solo. El resto del mundo parecía haber desaparecido.

A veces, cuando todavía llegaban sus cartas, describía uno de esos paseos. Había párrafos largos que contenían preciosas descripciones de aquello que lo hacía detenerse. En una de ellas, con un detalle como el de algunos de sus autores preferidos, describe el viento sobre los árboles que apenas pueden crecer por el viento helado, también sobre una especie de arbusto que suele crecer en esos terrenos que preceden a la taiga. Aquellos papeles llegaban arrugados y casi viejos, pero traían aún el viento que procedía del Ártico.

Unos días más tarde, al salir de la casa le parecio sentir, como la primera vez, un ligero rumor en el centro de la cabeza, algo sordo y profundo que le obligaba a girarse. Entonces perdió el equilibrio. Pasó casi una mañana hasta que una vecina, aún más mayor, lo encontró en el suelo. Lo único que recordaba era una luz cegadora mientras intentaba ponerse en pie del brazo de aquella anciana. Esa segunda vez alguien lo llevó al despacho del médico que viajaba hasta la localidad dos veces a la semana.

Después, todo ocurrió muy rápido. Pasaron muy pocos meses hasta que llegó el aviso del internamiento. En la distancia nada se sabía. Fue el primer viaje. Y fue una larga ruta. Casi dos días hasta que escribí su nombre en un papel para que la gente del internado pudiese decirme en que habitación estaba.

Empujé la puerta con suavidad, parecía dormir. Me acerqué un poco. Saqué el abrigo y permanecí de pie varios minutos. Hasta que todo mi cuerpo comenzó a aflojarse: poco a poco los músculos se destensaron, la espalda se inclinó, las piernas casi no aguantaban la columna, en algún momento parecía que no podía seguir en pie.

Me acerqué a la cama, a su cara, sin quererlo olí aquel cuerpo y me alegré de haber llegado hasta allí. Casi sin tocarlo, acaricié el pelo blanco, una mano que sobresalía de las sábanas, la propia sábana que lo tapaba hasta el cuello. No había más enfermos en la habitación, nadie nos molestaba. Y, de pronto, entreabrió los ojos.

Pasamos todo el día juntos. A cada minuto parecía mejorar. Y hacia el final de la tarde, en un rato en que se había hecho el silencio, me agarró la mano con fuerza y entendí que quería decirme algo:

Estoy aprendiendo a hacer una sola cosa a la vez. Y es un aprendizaje muy difícil. Me gustaría tener tiempo para contártelo.


 Aquel no podía ser el único viaje.