9 de febrero de 2014

Cuando no se es dueño de nada

Había un músico en la calle que tocaba el clarinete.

Vestía unos elegantes zapatos blancos, rarísimos, y tenía un pelo negro lustroso; tocaba desde el interior de un portal, a cubierto de la lluvia, y sobre las piedras mojadas de la calle la funda del instrumento contenía algunas monedas y se empapaba conforme avanzaba la pieza. No me parecía que tocase muy bien, pero en aquel momento y allí su presencia era más que suficiente.

Cuando ya nada se puede hacer es un error creer que no se puede hacer nada: se puede estar cerca, dice Pablo d'Ors. Porque la atención es transformadora. Amar es estar atento, dice Simone Weil.

Cuando llegué al café y abrí el periódico encontré un artículo de Gustavo Martín Garzo: La oración del jorobadito. Trata de la joroba que a todos parece afearnos y que, por momentos, uno intenta o disimular o hacer como si no existiese. Me impresionaron las ideas que hay en ese pequeño texto. Voy a copiar un fragmento:

Nuestro tiempo ha dado la espalda a ese mundo desfigurado y ha dejado de pedir al jorobadito que lo visite. En su ausencia, se crean Institutos de la Felicidad, se escriben manuales de autoayuda, se fundan seminarios de risoterapia y talleres de cómo educar a los bebés. El mundo se ha poblado de psicólogos, expertos en técnicas de relajación y charlatanes que hablan sin descanso de la necesidad de ser positivos, de no dejarse llevar por la melancolía y de la inutilidad del sufrimiento. Según ellos, la cultura deber ser lo más parecido a una fiesta de cumpleaños infantil, un espacio de diversión y juegos interminables. Pero "divertirse", escribe Adorno, "significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huida, pero no, como se afirma, huida de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa realidad haya podido dejar aún".

Hace unos días ví la película El Cambio, basada en las creencias (no se calificarlas de otra forma) de Wayne W. Dyer. Y en ella, curiosamente, se hace un emparejamiento con el trabajo de Byron Katie, de quien había presenciado unas sesiones de trabajo terapeútico. Dos personalidades americanas embarcadas en la búsqueda de la no joroba, pensé. Y volví a sentir que estaba en presencia de una de tantas posibilidades de atajos para llegar a ese estado que nombra Emily Dickinson (y cita también Martín Garzo):

Perdemos al ganar.
Y, al saberlo, tiramos
nuestros dados de nuevo

(Nada que ver con la vida a cubierto, con la incertidumbre reducida a la hora en que alguien invisible deposita los ruidos que nos harán más confortables la tarde, la mañana, algunas noches).

Pero, aún con todo, no acababa de saber porqué me parecían atajos lo que tanta gente considera una autopista hacia el bienestar e incluso hacia la atención y la escucha. Y entonces, sin pretenderlo, encontré parte de la respuesta en la introducción del libro recién publicado de Stephen Grosz: La mujer que no quería amar (extraña traducción del original The Examined Life). Allí, la cital inicial es de André Dubus II y dice:

Recibimos y perdemos, y debemos tratar de alcanzar la gratitud; y con esa gratitud, abrazar con todo el corazón lo que quede de la vida después de las pérdidas.

La diferencia con el atajo estaba ahí: en la pérdida. En lo que queda de la vida después de las pérdidas, porque la pérdida va asociada al cambio, a la transformación, al interior mismo del hecho de estar vivo. "Quiero cambiar, pero no si eso supone un cambio", me dijo una vez un paciente con toda la inocencia, escribe Grosz.

Así que cuando terminé el café y el artículo de Martín Garzo me pareció sentir que mis manos, sin yo darles la orden, agitaban los dados para tirarlos de nuevo. Ese era el hecho importante, el que convertía el mundo en un lugar algo más abierto donde lo que queda tras las pérdidas podía irradiar una suave luz.

Volví a la calle, la lluvia continuaba, el músico también. Y justo en ese momento, cuando pasé a su altura con las monedas en la mano, recogió la funda del clarinete con lo que había dentro, escurrió el agua de su interior y nos miramos a los ojos.