7 de julio de 2014

Luego de un viaje largo

Le dije que comprendía lo difícil que era volver la espalda a algo, alejarse sin envenenar el manantial. Y por primera vez en muchos meses giró la cabeza, un poco el cuerpo, y me miró. Clavó sus ojos como si acabase de escuchar lo que ya no aguardaba oir.

Los últimos días, solo a ratos parecía mantener el hilo de la conversación. Y cuando eso ocurría apenas pronunciaba un monosílabo.

Pero ahora, de pronto, parecía querer decir algo. Parecía haberse roto la fina capa que lo protegía y lo condenaba. Por aquel entonces, en un país del que ya sabía que no iba a salir, y sintiendo una voz que parecía adormecer sus sentidos, todo lo que fuera a decir tendría un sentido especial porque las ambiciones, incluso las esperanzas, se habían acabado. No habría viaje de vuelta.

Lo primero que dijo fue:
No hay esperanza

Y lo segundo fue:
Nos vamos a morir, tú también. Así que, ¿qué quieres hacer mientras tanto?, ¿por qué quieres hacerlo?, ¿haras daño a alguien?

Luego pronunció algunos sonidos que no conseguí entender. Parecía estar ascendiendo una montaña invisible y difícil. Yo tenía a mi lado un cuaderno para anotar lo que decía, pero esas líneas quedaron en blanco.

Algo después, continuó:
Si piensas en que desaparecerás, en tu muerte, en que puede no quedar nada de ti, lo que respondas a lo que te dije antes es quien lo decidirá todo. Hace tiempo creía otras cosas, tú conoces algo de lo que ambicioné, de lo que perseguí antes de que todo hubiese desaparecido. Estar aquí, fuera del mundo, frente a esta luz que siempre es invierno cambia algunas cosas. Pero tú aún tienes algo de tiempo, así que piensa bien desde donde caminas.

Al rato quiso volver a la cama. Sentí que había hecho un gran esfuerzo por seguir el hilo de aquellas palabras y por decírmelas luego de días casi en silencio. Acababa de enviar un mensaje a las profundidades que él había cavado con sus manos, con su cariño en otro tiempo.

Cuando regresé al hotel imaginé el fondo del mar, pensé en los diminutos cristales de hielo, en el encuentro de un río y el mar, en su voz cuando era joven y le gustaba ponerse una camisa blanca, en los bancos de madera debajo de los árboles frutales, en sus rodillas, en mis manos pequeñas. Pensé en el olor de su cara recién afeitada, en su pelo, en las pocas palabras que había y en lo que traían en su interior. Pensé en la despedida, en cuando todos lo buscábamos sabiendo que tardaríamos en dar con él. Y en que quería tener una respuesta para sus preguntas.