29 de noviembre de 2014

No encontré

Años más tarde, ya en aquel lugar a donde acudía a visitarlo al menos una vez al año, le escuché una frase, palabra tras palabra y sin aparente conexión con el silencio que guardábamos, que no quiero olvidar:

Sentado en la orilla, frente a aquel río. Esperando. Vi ascender despacio, muy despacio, la tristeza con la forma de la niebla.

Pienso en cuando la pronunciabas. Tú hablabas, yo te miraba. Todo estaba entregado a una acción que no tenía opciones. Hay palabras, las mismas, que a veces acompañan y a veces destruyen, es pequeña la separación. Anoto unos versos de William Carlos Williams que encontré en el periódico:

no encontré ninguna cura
más que esta flor torcida

15 de noviembre de 2014


Entregarse

Agradecimiento: leí La broma, de Milan Kundera porque alguien a quien aprecio lo recomendó.

En el interior de una especie de casualidad, que como otras que aparecen y luego parecen perderse tras dejar señalado un rastro, reconocí la ilustración de la portada: el fresco de La tumba del nadador, descubierto en Paestum, Italia.

(Desde allí te envié una carta con esa preciosa imagen, junto a muchas palabras, hace veinticuatro años).

La historia de Ludvik y Lucie. También la de Jaroslav, Helena y uno de mis preferidos: Kostka. Todos son desconocidos para todos. Ciegos, en gran parte, por ver al otro solo a través de sus propios intereses; y mientras tanto el otro se desvanece, se extravía, se confunde con el ruido de fondo. Con la crueldad de un régimen brutal (la Checoslovaquia de 1967, u otros países no demasiado lejanos) que transforma una broma en todo un destino. Alguien que, con uñas y dientes, intenta conducir su pasado y, con una torpeza que reconozco, lanza piedras contra ese pasado.

Todos, en su desconocimiento, engañan y se engañan. Y cada uno es iluminado en sus razones por la mirada del otro. Y redimido gracias a esa luz que no es suya. Y, un poco después, la necesidad de rechazar la reconciliación, la imposibilidad de aceptar al otro cuando ha cambiado y toda una lucidez sobre ese proceso que aún lo hace más hiriente.

El resultado son mundos devastados en los que crece un amor que apenas se puede nombrar porque enseguida se malogra. Y por debajo de todo ello está la inocencia, pisada, golpeada por la culpa.

Y a través de los años, entre los paisajes quemados y el hogar incendiado, comprobar si se conserva algo de la capacidad para cuidar, acompañar y llorar mientras se sostiene en brazos a quien se quiere y a quien aún quiere vivir.

Paestum está en la zona de Nápoles, no lejos de Ercolano o de Pompeya. Para llegar cogí un autobús en la Plaza de la Concordia, en Salerno. El Vesuvio domina la zona. La costa es preciosa: Sorrento, Amalfi, Salerno. Creo que fue en Sorrento donde, aguardando un barco, me encontré con Julio Caro Baroja. No me atreví a dirigirle la palabra a pesar de mi admiración. Lo observé desde la cercanía. Años más tarde quise ir a Itzea, en Navarra, a conocer el caserón de los Baroja.

La tumba del nadador es una de las imágenes más cautivadoras que conozco. Y una de las que me acompaña desde hace más tiempo. Un hombre, en un gesto ágil, decidido y hermoso se lanza al agua. Hay árboles y columnas y el ocre del verano, de la costa calmada. Cruzando el vacío, el cuerpo del nadador, que aún solo es un hombre cruzando el vacío, parece a la vez la flecha y el arco. Kostka dice: Comprendí que el hombre no tiene nada que perder.

Un hombre que va por la orilla del mar agitando enloquecidamente con el brazo extendido un farol puede ser un loco. Pero si es de noche y entre las olas hay una barca perdida, ese mismo hombre es un salvador. La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace malo (sigue diciendo Kostka).

Cerca de La tumba del nadador, luego de hacer un pequeño croquis sobre la distribución de los frescos en la cámara mortuoria, anoté un verso de Rilke:

Somos las abejas de lo invisible.

12 de noviembre de 2014

La sentencia, el temblor

Lo que permanece:
el temblor.

Poner las manos en los hombros y sentir el estremecimiento. Lo que nos estremece, aquello que nos conmueve, lo que nos moviliza, todo lo que nos permite sobrevivir en el desierto, cerca y lejos de todos, es el temblor.

Pasaron semanas y meses.
Una voz sepultó a otra voz, con violencia. La misma violencia que surge del no hacer y del no decir. Entonces surgió otro pequeño movimiento, apenas perceptible, que quedó absorbido por una sacudida mayor que lo condenó a algo que se parecería al olvido, pero que no lo es. Más tarde, casi todos los días, las palabras comenzaron a juntarse y, casi al mismo tiempo, el silencio las condenó a desaparecer de manera más o menos anónima. Algunas veces, pocas, otro se acercó y tapó con sus dos manos el trocito de ventana desde donde se veía el prado, las montañas más allá, casi la nieve. Y con la razón de su parte, el paisaje se perdió y no había nada que decir. Así, de una manera o de otra, un día tras otro. Si daba la sensación de que algo terminaba, entonces surgía la sensación de que algo volvía a comenzar. Dijo que se parecía a correr sin moverse del sitio.

A esos días los acompañaron, les dieron forma, luces y personas, libros, imágenes, el silencio y el griterio, las protestas, la luz de la cueva. E igual que todas las otras secuencias, cada uno de los integrantes hacía desaparecer al otro, en una lucha encarnizada a vida o muerte. Y cada vez que alguien o algo sobrevivía otro moría. Dijo: hagas lo que hagas vivirás la pérdida.

El temblor.

La unión que existe entre lo que vive y lo que desaparece, entre los tejidos vivos y los que llevan tiempo pudriéndose, una especie de grapa destinada a que la experiencia no se base en partir por la mitad y en vivir la separación de uno mismo como algo que no ofrece una tregua propia de las personas.

Es propio de las personas la tregua, al menos para recoger a los muertos se podría decir. Para sentir algo de la luz que sobrevive tras el humo de las explosiones.

El temblor es, por ejemplo, imaginar a Lucie en La broma, de Milan Kundera, apoyada sobre la valla de ese campo militar donde Ludvik hace una especie de instrucción absurda y dolorosa destinada a los castigados por cualquier régimen. Ella, una mujer joven y menuda, silenciosa, acude con su lealtad y su voz hacia dentro a aquel encuentro porque él no puede salir de aquella especie de campo de concentración. Acude con la ropa que ambos han comprado juntos, con la que se han reído (lo poco que se han reído en aquel invierno).

A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí; volví a estar habitado; de repente la habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella.

El temblor es no poder leer la historia sin sentir una sacudida en los hombros, a través de las manos. Y el temblor también es el diálogo de Ludvik consigo mismo, callado, cuando lleno de frustración aleja a aquel ser liviano y constante, y mientras lo está haciendo, ya siente su pérdida.

Más o menos así es la lluvia cuando no ofrece tregua, es decir, cuando cada gota condena y absuelve hasta que la siguiente en llegar reproduce el juicio y la que viene detrás ya ha pronunciado su sentencia, borrada por la que ya está a punto de caer.